Arquitecturas para pequeños países
Aunque parezca utópico, un mundo de regiones con fronteras naturales sería mucho más igualitario y democrático
Hace unos meses, al finalizar una conferencia sobre las características de la arquitectura y el urbanismo en Cataluña impartida a un grupo de arquitectos norteamericanos, una joven me preguntó si este fenómeno de concentrar altas cualidades en un pequeño país se daba en otros lugares. Una pregunta inteligente que me hizo pensar que la buena arquitectura y el buen urbanismo se dan, generalmente, en torno a ciudades en pequeños países, territorios o regiones.
Inmediatamente me vino a la mente el caso de Holanda, construida en gran parte a partir de la colaboración y el consenso sistemático de la sociedad para ir ganando terreno al mar. No es casual que fuera el primer país que tuvo una ley de vivienda, la Woningwet del 1901, antes incluso que la República de Weimar, y que siga estando a la cabeza de la arquitectura internacional, desde la Escuela de Ámsterdam y Gerrit Th. Rietvelt hasta el sistema de los Soportes de John Habraken y las obras de Rem Koolhaas/OMA.
También en Suiza destacó en los años setenta y ochenta la arquitectura del Cantón Ticino (Mario Botta, Aurelio Galfetti, Luigi Snozzi, Livio Vaccini) y hoy es emblemática la materialidad y relación con el entorno de la arquitectura de Peter Zumthor. Y un pequeño país como Eslovenia concentra hoy muy buena arquitectura contemporánea, partiendo de la tradición de Joze Plecnik, el arquitecto que fue transformando Ljubljana con su saber académico y urbano, con su gran creatividad y coherencia. Podríamos pensar también en Charles Rennie Mackintosh y Margaret Macdonald en Escocia, o en Alvar Aalto, Aino Aalto y Elsa Kaisa Makiniemi en Finlandia; siempre pequeños países dentro de la Europa que desearíamos, con muy buena relación entre contexto y paisaje, arquitectura y urbanismo, cultura y sociedad.
Aunque pueda parecer utópico, este sería un mundo deseable, mucho más igualitario y democrático, hecho de unos centenares de pequeños países que se han hecho a sí mismos por el trabajo, lejos de los procesos de dominio y explotación imperialista de algunas grandes potencias; y menos atractivos para la voracidad de los grandes operadores.
Esta mirada a lo propio puede conllevar a una introvertida y retroactiva mirada heideggeriana a las raíces, a la tierra, a los cultivos
Ya lo definió Christopher Alexander en su teoría de los Patterns en 1977. El primero, “regiones independientes”, argumenta que “las regiones metropolitanas no llegarán al equilibrio hasta que cada una de ellas sea lo bastante pequeña y autónoma para constituir una esfera independiente de cultura”. Alexander, siguiendo las teorías sociológicas de principios de los años setenta, que tras las revueltas de finales de los sesenta creyeron en un mundo más igualitario, justo y libre, definía que la población de cada una de estas naciones estaría comprendida entre 2 y 10 millones de habitantes. Por encima de ese tamaño las personas quedan distanciadas de la burocracia cortesana y centralista de unos Gobiernos que es más difícil controlar democráticamente. Y ponía como referencia a Dinamarca, Escocia, Gales o Irlanda.
Es cierto que un mundo hecho de pequeños países y regiones independientes, configurado solo por fronteras naturales, con su propia cultura y economía, autónomas y dotadas de autogobierno, sería mucho mejor, más diverso y pacífico. Y como Holanda o Catalunya, no solo podrían organizarse y funcionar bien, sino que también tendrían buena arquitectura, urbanismo y paisajismo. Esta expectativa, tan de actualidad en nuestro horizonte hacia la independencia, también viene a cuento por la presencia de la arquitectura catalana en la Bienal de Arquitectura de Venecia, siguiendo la buena iniciativa del Institut Ramon Llull de estar presentes con un pabellón autónomo desde el 2012. Y la edición actual de la Bienal de Arquitectura ha estado comisariada, precisamente, por Rem Koolhaas.
Esta mirada a lo propio, característica de un pequeño país, puede conllevar, por una parte, tal como sucede en el pabellón catalán de esta Bienal 2014, a una introvertida y retroactiva mirada heideggeriana a las raíces, a la tierra, a los cultivos, con esta metáfora catalana de que la arquitectura aquí surge, sencillamente, del injerto de lo nuevo en lo viejo (empelt, graft), tomando como inspiración a Josep Maria Jujol y su reforma de la Casa Bofarull en Els Pallaresos, Tarragona.
Pero por otra parte, también debería llevar a una interpretación cosmopolita, con la intención de teorizar a fondo sobre la complejidad, aceptando el desafío de hacer pedagogía y de establecer comparaciones, poniendo énfasis en las aspiraciones vanguardistas y experimentales, y visibilizando la realidad de un paisaje en evolución, predominantemente metropolitano. Porque lo que caracteriza y aporta posibilidades de futuro a estos países es su estructura territorial y su capacidad creativa, que se articula en torno a capitales como Barcelona, que se despliega en relación a un contexto, material y ambiental, cultural y humano, y que se posiciona en un mundo que es, inevitablemente, global.
Josep Maria Montaner, arquitecto y catedrático de la ETSAB-UPC
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