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Nostalgia de futuro

Cabe felicitarse de la reacción democrática ciudadana en un contexto económico tan díficil

La nostalgia de futuro es una contradicción sólo a primera vista. Lo que dijo Josep Renau al volver del exilio tiene, en realidad, un significado sinérgico. La nostalgia es inútil sin proyectarla al futuro. El futuro no tiene fundamento sin las vivencias del trayecto.

 Las políticas públicas en general, y las económicas en particular, suponen elecciones colectivas para gestionar recursos escasos con objetivos concretos. El bien común raramente es más que un eslogan, ya que siempre habrá ganadores y perdedores en las decisiones conjuntas o, como mínimo, sus efectos serán divergentes. Ese juego llamado democracia es la mejor manera de gestionar preferencias en disenso. Cuando aparecen en los medios de comunicación soluciones supuestamente homogéneas para todo el mundo, es difícil no sospechar. Cada infraestructura, cada apuesta mediática, cada evento, cada euro invertido en bienestar tiene un coste de oportunidad; supone renunciar a otra cosa.

Pero hay veces, pocas veces, en las que no hay que elegir entre la nostalgia y el futuro. La frase de Renau es la mejor descripción del progreso: saber de donde vienes; cuáles son tus referentes; lo que sabes hacer bien, para construir el futuro, casi siempre colectivamente, con los pies en el suelo y a pie de calle.

Entendemos que el territorio que habitamos es inseparable de lo que queremos hacer en él

Mi generación, hija de Bola de Drac y de la escuela en valenciano, tiene la oportunidad de desmontar contradicciones y superar debates empobrecidos que ya no interesan sobre símbolos o prejuicios en cuanto al uso de la lengua. Quizás es fruto de la crisis con la que nos hemos hecho mayores, pero la tendencia es sólida: entendemos que el territorio que habitamos es inseparable de lo que queremos hacer en él. Iniciativas sociales pueblan el País llenando las grietas que una política pública cada vez más sumergida ha ido dejando abiertas. No tenemos paciencia para esperar que hagan por nosotros. Tenemos el derecho y el deseo de transformar nuestras calles de manera inmediata. Cada política y cada reforma debería estructurarse a partir del principio, condición necesaria aunque no suficiente, de dejar que las cosas buenas pasen.

Un país de futuro será más global y más local. Una actividad económica arraigada en el territorio es nuestra puerta a la internacionalización. Porque el refuerzo entre ciudadanía y empresa; entre capital humano, ciudades e infraestructuras, cuando se da, evita la deslocalización y genera relaciones más sostenibles. Por ejemplo el turismo, uno de los sectores más abiertos, se debe fomentar como una derivada de la calidad de vida, como una consecuencia de cómo vibra nuestra sociedad.

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Un país de futuro será más liberal, evitando el intervencionismo absurdo y las relaciones opacas entre poder político y económico; pero más social; con políticas públicas que catalicen y den escala a lo bueno que ya pasa; garantizando la igualdad radical como punto de partida. Reivindicamos el rol de la política sin esperar a que resuelva, anticipe, ni regule todos nuestros usos. Podemos felicitarnos de que la reacción mayoritaria de la ciudadanía ante un contexto económico difícilmente peor sea totalmente democrática, esto es un magnífico punto de partida.

Un país de futuro valorará la nostalgia con optimismo crítico, respetando a los maestros pero sin miedo a cuestionarlos, a actualizarlos. La nostalgia de futuro no es la sacralización de un pasado de vitrina sino el uso diario de lo que sentimos como propio, la re-invención cotidiana a partir de lo que somos. Siempre con la puerta abierta: enriqueciéndonos con los recién llegados, recuperando a los que se han ido. 

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