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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Señales metropolitanas

Barcelona no necesita más tamaño sino más proyecto. Y su área metropolitana tampoco necesita diluirse en la capital

Hace poco viví una experiencia insólita, propia del siglo XX: me perdí en el Área Metropolitana de Barcelona, sin tener a mano un GPS ni ninguna ayuda tecnológica, por un error mío al dar una vuelta. Se lo conté a una persona que sabe mucho de realidades geográficas: puedes estar perdida tres días y tres noches, me dijo. Tal cual. Yo necesitaba dar con la B-23 o con el municipio al que me dirigía atravesando territorios vecinos incógnitos. Ni un solo cartel me daba pistas.

Resulta que la señalización viaria es doméstica, sirve para que el ciudadano se oriente en su ciudad, para que encuentre el mercado o el auditorio, pero no da referencias de las conexiones intermunicipales, porque todo el mundo sabe ir a Barcelona y no son muchos los que visitan ciudades próximas. Esta realidad es el Área Metropolitana de Barcelona: este autismo, esta respuesta automática. Pero el tema metropolitano es parte del relato de Barcelona, ese relato que hay que reconstruir antes de las elecciones municipales.

El tema metropolitano es de pura lógica —la vida es metropolitana— pero está siempre teñido de política y demografía, las dos cosas, y las dos crean reticencias comprensibles. Todo el mundo recuerda la anécdota de la bandera metropolitana, izada en tiempos de tormenta perfecta entre los dos lados de la plaza de Sant Jaume: la bandera existió, tiene padre, era de color azul y Mercè Sala, que fue una mujer sensata, la calificó de “ocurrencia inoportuna”.

Todo el mundo sabe que la anécdota acabó con un decreto fulminante de Presidencia. En este episodio está concentrado el potencial disolvente del tema: el Área es cuantitativamente superior a Barcelona, pero no tiene su peso cualitativo; por lo tanto, tiene capacidad para distorsionar la jerarquía, pero no es bueno que suceda.

Aquí hay dos posiciones radicales, las dos en principio progresistas. Una la defiende Oriol Bohigas, y es la anexión pura y dura, como hace un siglo Barcelona se comió a los pueblos de su entorno. A pesar del antecedente, va en contra de la lógica urbana del país, que tiende a ciudades con personalidad, próximas, competitivas, que quiere decir con proyecto propio. No se le puede decir a un habitante de l'Hospi que es lo mismo que uno de Santaco. ¡Para no hablar de la burguesa Dalt Vila en Badalona, una ciudad que se precia de ser más antigua que Barcelona! Esa pertinencia es lo que cohesiona a la sociedad: un orgullo de no ser barcelonés, precisamente.

La otra propuesta es tener un alcalde metropolitano electo. Aquí es donde se produciría la distorsión jerárquica: por más personalidad que tengan las ciudades metropolitanas, el motor es Barcelona y por eso Barcelona manda.

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El Área tiene tantos problemas compartidos que es necesaria una profunda coordinación técnica: desde la planificación urbanística —el Plan General en marcha— a la protección de los espacios periurbanos que han sobrevivido; del transporte a los residuos; de las infraestructuras a la producción; de la vivienda a la formación. Y así hasta el infinito. Pero no para hacer todos lo mismo, sino para aprovechar eso que los políticos llaman sinergias, que es una palabra que empieza a decaer porque en tiempos de carestía nadie quiere regalar nada a nadie. Y es cierto que no tiene mucho que ver el polo de innovación tecnológico y económico del Vallès, con el corazón en Sant Cugat, con la industria convencional del Llobregat, que sin embargo tiene a dos pasos el centro de investigación fotónica más importante del sur de Europa: en Castefa, para ser exactos.

Es, pues, un conglomerado de gran ambición, que necesita una mirada supramunicipal, más técnica que política, que resuelva problemas sin crearlos. Pero dejando a ras de suelo toda la libertad para pensar, soñar, hacer: ahí está la alcaldesa más beligerante, la de l'Hospitalet, encargando un proyecto cultural para la ciudad, no una infrastructura sino un espíritu, un tema, un lema. Y tiene razón Núria Marín porque las ciudades son eso, un tema, un lema.

La respuesta fue interesante y pertenece al filósofo Josep Ramoneda, su artífice: l'Hospitalet debería hacer la cultura que Barcelona no hace, la cultura del suburbio en el buen sentido de la palabra, la mestiza, la que recoge la voz de la marginalidad no social sino geográfica. Sería interesantísimo que hubiera una cultura metropolitana bien acogida por sus alcaldes, en contraste con la cultura que Barcelona no acierta a concitar, que todo aquí nos queda oficial y tieso.

En el fondo, Barcelona no necesita más tamaño: necesita más proyecto, más potencia. Y el Área tampoco necesita diluirse en la capital. Rehacer hacia dentro y proyectar hacia afuera sería una buena síntesis de una dinámica que existe pero que no se formula. Claro que no estaría mal que nos visitáramos más. Que el tráfico no sea hacia Barcelona, sino también desde. ¡Si por lo menos cambiaran la señalización…!

Patricia Gabancho es escritora.

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