Extravagancias mallorquinas
Relación de hábitos de algunos personajes notablemente raros y sus circunstancias poco habituales, muy fuera de lo común
Na María desapareció con 90 años y se pasó la mitad sin probar el agua, decía que un día su médico se la prohibió. Cosedora en Palma, humilde, enjuta, de sonrisa eléctrica, negaba que actuase con temeridad. Su médico murió mucho antes que ella que se hidrató con leche y vermuts con sifón. No conoció a Guillermo que pasa un péndulo sobre su plato de verdura.
Un cura acalorado, don Macià, en verano instalaba su cama en el terrado de casa y dormía bajo las estrellas, al raso, sin techo. Creyó que nadie le veía. La sotana fue su identidad y su escudo, le protegió en su coche al traficar con cajas de tabaco de contrabando.
Macià también repartía cartones ocultos bajo el vuelo negro de su capa. Las contrabandistas se hacían acompañar por monjas en sus rutas o tomaban directamente su hábito por disfraz. Otro capellán, don Joan, dejó entrar a su perro en la iglesia mientras decía misa. El can acudía al son de las campanillas del "santos", al morir fue embalsamado y plantado cerca de la Virgen en la casa que heredó Catalina, la criada y más del vicario.
Un devoto payés de carro y mula, Casseó, ocultó sus millones en fajos enrollados, entre las piedras de su casa. Vivió como un miserable y las ratas y la humedad devoraron la mitad de la herencia que se repartieron parientes lejanos.
Colocar patinetes a un asno, uno en cada pata, y lanzarlo por una cuesta urbana fue una de las mil ocurrencias del terrateniente Pedro Juan. Chueta y norteamericano de pasaporte se ajustó a bisturí las orejas y la nariz; acumuló cuarteradas, cuadros dudosos, coches de películas y animales exóticos a los que intentó torear.
Lancear jabalíes a caballo quedó documentado cerca de cala d'Or antes de que el encanto de su mito turístico fuese aniquilado. Allí, vivía el ex potentado Pedro, que tuvo avioneta y gran yate, cargo público y fortuna local-internacional. Alternó cacerías tropicales y pescas de novela con travesías del desierto. Su capricho fue navegar de Mallorca a Montecarlo, citar a sus amigos a cenar para jugar en el casino y volver.
Terrateniente litoral y urbanizador, José, ideó el fracaso del club de hielo gigante de Calvià, fue empresario de teatro, cazador y pescador de altura de cuyos periplos y capturas daba cuenta la prensa local. Un deseo de notoriedad, poder privado, residió en poseer trofeos, restos, de animales inexistentes en la isla. Dos corruptos bajo sospecha viajaban con sus armas, invitados, a cacerías de bestias africanas y a tiradas a perdices en fincas peninsulares de sus cómplices.
María nunca más bebió agua y el mosén durmió en el terrado, sin techo
Coleccionar caprichos, alejarse del común de la gente, rodearse de bienes y de ciertas rarezas animales es tendencia entre ciertos millonarios y nuevos ricos. Hay memoria de zoos privados y de obsesivas colecciones de arte.
Pionera en una moda fue la mujer de un hotelero que sorprendía a las visitas al aparecer en la terraza de su casa con un cerdo, su animal de compañía.
Hay quien tiene 6.000 bolígrafos publicitarios, otra acumula decenas de canteranos en un sótano, uno pagó por 300 cuadros de un pintor local. Más de mil gallos de pelea reunió un industrial que fichó en Cuba a una familia de galleros. Montserrat creó su templo de 1.000 higueras distintas.
Es tradición —fallida— la suelta de corzos, gacelas y ciervos en la marina de Llucmajor, en Porreres o de toros bravos en las rocas de Pollença. Desde los romanos aquí hubo lobos, muflones, corzos. Los camellos eran atracción turística en los 60 y las avestruces son comunes por su carne, plumas y piel para zapatos.
Unas islas propias, pequeños países caprichosos, algunos con animales de montañas y estepas continentales, son creaciones nuevas, fincas y vedados de zapateros, empresarios del turismo, constructores y comerciantes enriquecidos.
Su mundo recreó el boticario Llorenç quien antes de morir dejó cartas manuscritas para un amigo. Cada año alguien las metía en el buzón para hacer creer al destinatario que se acordaba de él aun en ultratumba.
La sorpresa —medieval— la da a sus invitados una notoria empresaria consorte que se hace ayudar en casa por una criada de muy pequeña estatura y uniformada.
Una extraña pareja de pavos reales blancos regaló Diandra al que era su esposo Michael Douglas para s'Estaca, una mansión ahora en alquiler.
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