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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Autodeterminación predeterminada

Los principales países no reconocerán jamás un Estado surgido de un acto contrario a la Constitución de un miembro de la UE

Uno de los argumentos más repetidos, aunque no por ello menos peregrino, de los partidarios de la independencia de Cataluña es que quienes nos oponemos a ella nos obstinamos en dar siempre la misma respuesta, basada principalmente en la Constitución y las leyes. “¡Esta no es una cuestión jurídica!”, objetan. Como si la creación de un Estado no fuera una cuestión eminentemente jurídica o la estatalidad de un sujeto político no dependiera forzosamente de un acto legal como es el reconocimiento de tal condición por la comunidad internacional de Estados.

La condición de Estado no es un hecho físico objetivo como la construcción de un edificio de oficinas o de un pabellón deportivo, sino la consolidación efectiva de un estatus legal. Los Estados no existen en el espacio físico, sino únicamente en el espacio jurídico. Así que deshagamos de una vez el entuerto: estamos, sin duda, ante una cuestión jurídica. Es decir, Artur Mas, Oriol Junqueras o incluso Carme Forcadell pueden salir mañana mismo al balcón de la Generalitat y proclamar la independencia de Cataluña mediante una declaración unilateral o, lo que en la práctica es exactamente lo mismo, después de un referéndum a la búlgara como el previsto para el próximo 9 de noviembre. Pero saben, o deberían saber, que eso sería hacer castillos en el aire, pues nadie en su sano juicio puede pretender que semejante declaración tuviera ninguna efectividad jurídica, es decir, aplicabilidad práctica alguna, porque saben, o deberían saber, que ninguno de los principales Estados de la comunidad internacional reconocerá jamás un Estado surgido de un acto contrario al ordenamiento constitucional de un Estado miembro de la Unión Europea y, como tal, de indiscutible índole democrática.

Desde Prat de la Riba (1870-1917), los nacionalistas catalanes siempre habían diferenciado interesadamente entre “Estado”, entidad política artificial y contingente, y “nación”, entidad natural, histórica y necesaria, “anterior y superior (sic) a la voluntad de los hombres”. Por supuesto, lo importante para ellos —al menos hasta la Diada del 2012— era que Cataluña fuera nación. En la nomenclatura nacionalista adoptada incluso por algunos partidos supuestamente no nacionalistas y convenientemente divulgada por TV3 la palabra “Estado” quedaba hasta entonces reservada a España, que a fuerza de repetición no sólo había dejado de ser nación sino incluso de ser España, para volver a ser como en el franquismo “el Estado español” o, simplemente, “el Estado”. Curiosamente, Salazar en Portugal o Getulio Vargas en Brasil, ambos nacionalistas redomados como Franco, hablaban mucho menos de nación que de Estado (el “Estado Novo”), por lo que cabe concluir que, paradójicamente, cuando los nacionalistas se desatan tienden a relegar el vocablo “nación” de su discurso y a emplear en su defecto, y por doquier, la palabra “Estado”.

En todo caso, como dice Gellner (1925-1995), uno de los grandes teóricos del nacionalismo, los nacionalistas consideran que la nación y el Estado “están hechos el uno para el otro, que el uno sin el otro son algo incompleto y trágico”. Así pues, era previsible que en cuanto los nacionalistas catalanes entrevieran que su proyecto de construcción nacional alcanzaba velocidad de crucero intentarían completar su obra proclamando el Estado catalán a todo trance. Al fin y al cabo, ¿por qué habría de ser el nacionalismo catalán diferente de los demás nacionalismos?

El nacionalismo se basa en el decimonónico “principio de las nacionalidades” según el cual cada nación tiene derecho a tener su propio Estado, principio que alcanzó su máximo apogeo tras la Primera Guerra Mundial con los célebres catorce puntos del presidente estadounidense Woodrow Wilson. Pero la idea wilsoniana de promover la autodeterminación en Europa central y del este tras la caída del imperio de los Habsburgo no derivó en la creación de una serie de naciones-Estado cívicas, sino en la propagación de un nacionalismo étnico basado en la negación del “otro” y en el odio contra las minorías internas.

En un mundo de sociedades plurales y entrelazadas en el que comunidades culturales y territorios nunca coinciden exactamente, el principio de las nacionalidades sólo puede aplicarse en detrimento de los valores modernos de la libertad individual y el cosmopolitismo. Con todo, los nacionalistas se empeñan en que la política y las leyes se acomoden a esa “realidad natural”, esa nación suya a la que personifican atribuyéndole una voluntad, una conciencia, una memoria y, en definitiva, una identidad única como si de un individuo se tratara, olvidando que si ya de por sí resulta bastante complicado atribuir una identidad homogénea a una persona, atribuírsela a una nación entera resulta sencillamente quimérico. En paralelo a esa ominosa humanización de la nación, los nacionalistas tienden a deshumanizar a los individuos que la conforman, apelando de continuo a la “voluntad del pueblo”, a la “conciencia colectiva”, etc., de suerte que la tan traída y llevada autodeterminación deviene en predeterminación, pues las fuerzas impersonales de la nación están por encima de la voluntad libre de sus ciudadanos.

Nacho Martín es periodista y politólogo.

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