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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Oportunidad ideal

La Transición no tiene relación causal con la pluralidad de indecencias políticas y financieras de los últimos años

Jordi Gracia

La Transición es ya el payaso oficial de las bofetadas para casi cualquier movimiento que aspire a proyectar nuevos horizontes. Allí se criaron las bases del mal, y no importa demasiado discriminar si hablamos de la Transición corta, hasta la victoria socialista de 1982, o una transición algo más larga, con la incorporación a la Comunidad Europea desde 1986. Lo fundamental es aislar el germen patógeno que ha provocado el apagón general del Estado y que se expresa hoy con la radicalidad política de Podemos y, en el caso catalán, del independentismo como proyecto de limpieza integral de la vieja culpa.

Desde Cataluña se ha hecho común la certeza de que el resto del Estado vive una etapa de agotamiento terminal. Sin decirlo abiertamente, se sobreentiende que Cataluña está excluida del desastre y no padece la sintomatología ni las condiciones de ese deterioro. Incluso más: la reclamación de indepedencia funciona en el mercado político y mediático como arma de resistencia al deterioro y mecanismo de urgencia para soltar lastre retardatario. La vieja ficción de la excepcionalidad de los pueblos escogidos parece regresar como fe común, y naturalmente retoma los instrumentos clásicos del nacionalismo. Fueron los españoles los que hicieron una transición pactista y descamisada, cobarde y apocada, y hemos sido nosotros, los catalanes, las víctimas de un proceso de chapuzas resignadamente toleradas.

Es un relato conmovedor pero hace lo peor que puede hacer un relato político: adular al presente liberándolo infantilmente de sus propias responsabilidades en el pasado. Me temo que también es interesadamente ignorante de las condiciones reales de los pactos y los procesos de la Transición.

Las reservas que hoy pueden oponerse a esta o aquella decisión en los tiempos de la Transición son parte del trabajo que los historiadores intentan hacer, de acuerdo con el país que éramos. Ese análisis es profesional y no elude la reflexión política aunque aspira a identificar las causas plurales y a veces inconciliables que confluyeron: trata de tasar el amplio apoyo social que mantenía el franquismo en 1978; trata de medir el impacto de los muertos diarios de ETA (y la transigencia tácita con que la izquierda recibía las noticias de los muertos de la Guardia Civil o del Ejército franquista); trata de auscultar las rutas de la adaptación a la modernidad post-68 de una sociedad sin la menor formación democrática pero aceleradamente industrializada; trata de comprender el papel del relevo generacional desde la misma década de los sesenta y analizar el ansia de cambiar la caspa con chaqué o con gorra de plato de entonces por los destellos de una nueva clase política (clandestina hasta cuatro días atrás).

La vieja ficción de la excepcionalidad de los pueblos escogidos parece regresar como fe común, y retoma los instrumentos clásicos del nacionalismo

Pero nada de eso tiene la menor relación causal con la pluralidad de indecencias financieras, políticas y administrativas que estamos conociendo desde hace ya unos cuantos años y que afectan sobre todo a la década de los 90, y en adelante. Nada de eso tiene que ver tampoco con la desacomplejada y metódica privatización del Estado que la derecha está promoviendo silenciosamente en los gobiernos de Madrid y de Barcelona.

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La culpa no es de la Transición, ni de Suárez ni de Pujol: son culpas avaladas con nuestros votos, o nuestra miopía, o nuestra pasividad. Son parte de las dejaciones democráticas en que hemos incurrido precisamente los hijos de la Transición y algunos de los padres. Hoy incluso algunos de ellos redescubren una nueva política y nuevos ideales mientras cargan sobre sus espaldas no menos de veinte o treinta años de ejercicio de docencia, de actuación intelectual o de vida política. Es verdad que pueden ser una fuente de regeneración y hasta el aval que la experiencia da a la nueva oportunidad de ser mejores.

Pero es chocante el seguidismo que a veces practican en la condena de la Transición en lugar de ensayar la autocrítica durante la construcción de la España democrática. Aquella se acabó hace mucho tiempo: lo que sí duró treinta años es lo que ha venido después. Ha sido cosa de quienes estrenábamos mayoría de edad entonces y de quienes la tenían ampliamente ganada en la lucha democrática anterior y posterior.

La ficción de que la independencia es una buena solución tiene una de sus patas en no querer asumir las propias responsabilidades en el deterioro compartido del Estado democrático en Cataluña y fuera de Cataluña. La otra pata quizá tiene más que ver con el oportunismo de ondear una nueva bandera que con la probidad política e intelectual. El independentismo sobrevenido o nouvingut quizá acabe sintiéndose incómodo en su nueva casa, si el proceso no va todo lo rápido que desean o no alcanza su objetivo final en los plazos y términos previstos, o si fracasa sin más porque el ciudadano prefiere una solución menos drástica. El independentismo puede acabar pensando incluso que una cosa es comprometerse con un ideal por convicción y sentimiento y otra el uso de la convicción y el sentimiento de otros para reencontrar un lugar al sol, o la oportunidad ideal.

Jordi Gràcia es profesor y ensayista

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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