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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Chulerías toreras

Vivimos en un país de chulos. Y, claro, en eso a los toreros no les gana nadie

Alguien me lo tendría que explicar porque yo no lo entiendo. Se supone que el espacio urbano es de todos los ciudadanos y que en las calles peatonales no pueden aparcar los coches. Es lo que se supone. Pero no. Cuando llegan las ferias de los toros, aparecen los toreros. En Valencia, cada mes de julio tenemos nueva matanza.

Supongo que ocurrirá en más sitios, aunque yo sólo hablo por lo que he visto año tras año. A pocos metros de la plaza de toros de la ciudad, en una céntrica calle peatonal, hay un hotel, refugio de toreros para sus noches de gloria después de haber masacrado a seis pobres toros sin culpa de nada. Mientras los toreros descansan, o lo que sea, sus furgonetas reposan en las aceras o en la zona de accesos a un contiguo aparcamiento público. De unos cines, para más señas. En cualquier caso dificultando el paso. Incluso tapando salidas de emergencia. Y así durante horas. ¿Y los guardias? ¿Y esa policía local tan rigurosa con otros a los que no les permiten hacer lo mismo? Pues esos días, como si no existiera. Algo me hace pensar que esa chulería no debe ser barata. Y siempre, para mí mismo, me digo: aquí debe haber sobre encerrado.

Vivimos en un país de chulos. Y claro, en eso a los toreros no les gana nadie. Qué le vamos a hacer, vivimos en un país de putos amos. Algo en lo que pocos hacen sombra a Bárcenas. Un país de sobres en el que las ratas de Gürtel campaban a sus anchas. Un país donde el desafío chulesco está a la orden del día, con personajes como Cotino enquistado entre sus crucifijos redentores, Barberá enrocada con sus irrenunciables prolongaciones expoliando lo que se le ponga por delante o Mas parapetado en su feudo independentista ensimismado en sus propias corrupciones.

Pero sobre todo parece que cuando algo suena a fiesta o jolgorio todo puede trastocarse perdiendo validez el comportamiento cívico diario. Se cortan calles, se taponan puertas, cualquier exceso está permitido. Solo para algunos, porque en estas cosas no existe, como en casi ninguna, el equilibrio. Se exige lo indecible en unos sitios y para unos asuntos, mientras que en otros lugares o a otras personas no se les reclama lo más mínimo. Aunque todo lo relacionado con los toros —pobres toros que no han hecho nada— se lleva la palma. Vivimos, en definitiva, en un país en el que ante determinados comportamientos incívicos nadie hace ni dice nada.

Lo ocurrido el año pasado en las fiestas de Pamplona es ilustrativo. Un tapón tremendo a la entrada de la plaza donde se acumularon mozos y toros por culpa de una puerta mal manipulada. Pero tranquilos, no hay que alterarse lo más mínimo, es cosa de la fiesta nacional y de machotes. Cuando ahora andan tan preocupados por si los ciclistas han de ir o no con casco por la ciudad en vez de darles prioridad, la única seguridad en San Fermín es la de correr con un periódico en la mano delante de una manada de seis o siete toneladas. Mientras tanto, puertas y salidas bloqueadas o estúpidos haciéndose selfies con el móvil. Después es cuando llegan las desgracias, los culpables y los lamentos. Pero no pasa nada, que para eso aquí somos más chulos que los Gürtel, el Bárcenas, los estúpidos o los toreros juntos.

Probablemente el hotel en cuestión estará encantado con ese tipo de clientela matadora que dejará sustanciosas propinas, pero es seguro que para abrir le habrán exigido todas las medidas de seguridad al uso, y si no las cumple le echan el cerrojo. Pero llegan los toreros, plantan sus furgonetas en las puertas y en la entrada al aparcamiento, bloquean las salidas, hacen de su capa un sayo, se apropian del espacio público, molestan a vecinos, viandantes, y a todo el que se ponga por delante, y aquí paz y después gloria. Y los guardias sin decir ni mu. Todo sea por el lustre y la chulería de la fiesta.

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