El sentido del pasado, hoy
La pregunta es si podemos aprovechar o no reglas de juego, políticas y personas que han dominado hasta ahora la vida pública
En momentos de cambio y zozobra, es habitual incorporar al debate sobre el futuro el balance sobre el pasado. Si constatamos que las cosas no van bien, es perfectamente legítimo preguntarse quién o quiénes son responsables de lo que acontece y cuando empezaron a torcerse las cosas. La socialdemocracia europea está tratando de distinguir buenas y malas prácticas, y mientras unos votan a Juncker, otros se niegan a hacerlo. ¿Cómo hacerlo? ¿Debe hacerse tabla rasa y empezar de cero? ¿Siguen siendo útiles las políticas y maneras de hacer cuando sabemos que las cosas ya no serán como antes? ¿Hay dirigentes políticos en activo que pueden seguir siendo referentes en los nuevos tiempos que empezamos o es ineludible renovar por entero la estructura de representación?
No es solo un problema de personas o de talantes, es también un problema de reglas, de compromisos éticos y de mecanismos de control y de rendición de cuentas. Y ese tipo de cuestiones no solo afectan a los partidos y a las prácticas más claramente institucionales, sino también a los movimientos alternativos que se habían acostumbrado a una posición crítica y reivindicativa y que quizás ahora deban plantearse un cambio de escala y de escenario. En definitiva, en estos momentos en que se habla por activa y por pasiva de nueva institucionalidad, de cambios constitucionales, de procesos constituyentes, la pregunta que surge es hasta qué punto podemos aprovechar o no las reglas de juego, las políticas y a las personas que han dominado la vida política en estos años.
Por un lado, parece claro que va a ser difícil abordar las reformas y cambios de calado que es necesario emprender desde instituciones, partidos y/o personas cuya mochila de legitimidad y credibilidad no es precisamente demasiado presentable. Las grandes reformas e iniciativas de los años 80 se hicieron desde posiciones de apoyo popular y de legitimidad de los Suárez, González, Pujol o Maragall que ahora se han evaporado. Los errores cometidos (por representantes y representados), la impunidad con la que se ha operado, la acumulación de prebendas y privilegios, la sensación de despojo colectivo que ha ido desvelándose ha emergido en momentos en que la cotidianeidad se ha tornado más y más precaria y vulnerable y con unas perspectivas de futuro que se ensombrecen sin cesar. No es extraño pues que muchos de los más jóvenes vean hoy, desde su difícil realidad, a los que gestionaron poder y recursos como un conjunto de privilegiados relativamente indiferenciado y con notables complicidades cruzadas. Tampoco nos tiene que sorprender que hoy cualquier persona que sea capaz de relacionar coraje, coherencia, honestidad y capacidad de denuncia de lo que acontece y no muestre complicidad con los poderes establecidos se convierta en un plis-plas en un referente político de primera magnitud.
Es esta circunstancia la que plantea dudas sobre si este calambrazo al sistema político que estamos viviendo puede acabar generando mejoras significativas en la capacidad de respuesta a las necesidades sociales, que es en definitiva de lo que se trata, o si solo acabará siendo un sarpullido moralista. Se habla más de inputs y de método (valores, compromiso ético, número de mandatos, cuantía de los sueldos, transparencia, rendición de cuentas…) que de outputs o contenidos (políticas concretas para hacer frente a la desigualdad, a la evasión-elusión fiscal o a la creación de puestos de trabajo,…). En años anteriores más bien ha predominado lo contrario: “Gato blanco o negro…, que más da si caza ratones” (González). Necesitamos ahora una buena dosis de compromiso moral y de método para volver a fortalecer la legitimidad de aquellos que ocupen las instituciones en nuestro nombre y nos retornen credibilidad y capacidad de decisión.
En medio de todo ello conviene hilar fino y no contribuir a la confusión. No todo se ha hecho mal en 35 años de democracia. Muchos de los que han dedicado esfuerzos y compromiso a la tarea colectiva no tienen nada que ver con la podredumbre que emerge. Nadie mínimamente serio puede aceptar esa premisa. No podemos forzar el pasado de tal manera que ridiculice y simplifique lo que realmente se ha conseguido solo para justificar nuestras posiciones actuales. Las nuevas mayorías sociales se han de construir desde la crítica sin paliativos a los errores cometidos, pero con la suficiente cordura como para evitar echar por la borda lo alcanzado. Hemos ya entendido que no podemos simplemente delegar y confiar en los controles institucionales. Y que deberemos seguir con la “desconfianza democrática”, atentos y vigilantes en las calles y en los movimientos para evitar nuevos secuestros de la democracia. Hemos aprendido la lección y queremos volver a empezar sin perder la cabeza. Tenemos derecho a volverlo a intentar.
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