La presencia de la amiga ausente
Verónica, de Carlos Molinero, es una obra de miedo psicológico escrita en la estela La monja enterrada en vida, de Jaume Piquet
Miedo de lo inaprensible, de personas a las que un día quisimos pero cuyo regreso del más allá nos resulta amenazador. ¿Recuerdan La pata de mono, el relato fatalista de W. W. Jacobs del que Salvador Vilaregut, colaborador de la Xirgu, hizo una versión para el Teatro Íntimo de Adrià Gual y Narciso Ibáñez Serrador una gran adaptación televisiva para la serie Historias para no dormir? Verónica, de Carlos Molinero, es una obra de miedo psicológico escrita en la estela de aquella, de La monja enterrada en vida, de Jaume Piquet, y de otras adscritas también al grand guignol, género celebérrimo en la primera mitad del siglo XX, parafraseado por Valle-Inclán en La cabeza del bautista y parodiado cien veces (en la película Noche de duendes, con Laurel & Hardy, por ejemplo), pero cuasi olvidado hoy.
El argumento de Verónica tiene la delgadez típica del género, pero sus cuatro intérpretes femeninas consiguen con su sola actitud, cuatro trastos, un telón (el del salón de actos del colegio monjil al que sus personajes iban de niñas) y unos efectos especiales simplísimos pero bien administrados, crear zozobra y la sensación de que Verónica, ex compañera de clase que se suicidó 25 años atrás en circunstancias extrañas, anda de nuevo entre ellas con propósitos poco amigables.
Esta tensión latente se equilibra con una serie de gags distribuidos a lo largo de la primera mitad del espectáculo por Gabriel Olivares, Molinero (sus codirectores) y las actrices, que consiguen con su buen humor vencer las defensas del espectador y mantenerlo distraído, para que los sustos venideros le resulten imprevisibles del todo.
El autor pica en los temas recurrentes del género (las perversiones del clero, la verdad ocultada, la angustia insoportable que aboca a la protagonista ausente al suicidio o a la locura…), se sirve de sus lugares comunes (apariciones, pesadillas reveladoras…) y lo sazona con una pizca de morbidez, también característica, con buenos resultados en líneas generales, a juzgar por la reacción de un público noctívago, muy joven en su mayoría, que va al teatro Maravillas decidido a divertirse y cuyos oportunos gritos de susto refuerzan los efectos sorpresa que Verónica nos depara.
Ana Villa, Silvia de Pé, Cecilia Solaguren y Lorena Berdún crean una tensión sostenida conmovedora, es decir, que neutraliza nuestro ánimo crítico y nos mueve a compartir en todo momento el juego propuesto. Sus eficaces bajadas a platea producen entre un público que en su mayoría conserva la ingenuidad intacta una sensación equivalente a la que los niños sienten en el tren de la bruja.
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