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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Socorro real

Si no se tratase del Rey, diría que vi a un hombre asumiendo su papel y pidiendo un flotador político al que cogerse

Jordi Gracia

La anormalidad de la historia de España se acabó hace mucho tiempo pero a veces parece resonar la nostalgia de las épocas heroicas, cuando un rey se ganaba el puesto reventando un golpe de Estado. La izquierda en particular ha digerido cavilosa y desengañada la rutina de una democracia constitucional donde un rey actúa nada más que como jefe de un Estado de un país normal tras una abdicación que no lo ha sido (quizá sí en sus causas naturales pero menos en otras imaginables). Y un rey constitucional en un país normal no dice lo que quiere decir sino lo que el gobierno quiere o tolera que diga.

Esperar otra cosa es hacerse trampas al solitario y sobre todo significa descargar a nuestros políticos de su responsabilidad directa en el bloqueo institucional, el desprestigio del Estado y la extensión abrumadora de la mancha. El discurso oxigenador y resolutivo que no hemos escuchado jamás a Rajoy lo esperábamos paradójicamente del Rey. El discurso duro y autocrítico, programático y rotundo que no hemos oído de Rubalcaba esperábamos escucharlo de un rey con las funciones tasadas.

Artur Mas ha echado de menos en el Rey el reduccionismo populista que ilumina sus propios discursos pero nadie le ha oído nada convincente o articulado sobre su sentido de Estado, sobre una crisis ya no económica sino social, sobre la impotencia de unas clases medias cada día más empobrecidas.

Quizá hubo algo más. Lo que no estuvo me parece tan importante como lo que sí estuvo. No coqueteó con la ocurrencia de un gobierno de concentración de las dos fuerzas mayoritarias ni favoreció el menor signo de recentralización, como sí se ha oído en otras altas autoridades.

Será que todos somos ya tan y tan subversivos que hemos tomado solo como retórica cortés algo que no lo es: se puso con Cervantes a la altura de sus ciudadanos y se emplazó a sí mismo a ganarse la “autoridad moral” que hoy no tiene.

La actitud del rey contenía una recatada petición de auxilio a la clase política antes que hoja de ruta alguna con instrucciones sobre lo que los ciudadanos y los políticos debemos o no debemos hacer. Lo que no puede hacer él es lo que pueden hacer los grandes partidos: la única fuente de legitimidad de que dispone nace de la política parlamentaria. Quizá por eso habló más de sus obligaciones que de nuestros deberes: de la exigencia de transparencia (como lo sería explicar en la web de la casa Real el coste económico de la proclamación), de propiciar la pedagogía de la diversidad (imagino que este 26 de junio habrá pronunciado su discurso de Girona en catalán, con alguna respetuosa concesión al castellano) y de centrar la atención política en reducir el número de ciudadanos rebajados a la humillación de ser parados inútiles.

No es nada del otro mundo pero no está mal. No, no habló el 19 de junio en catalán ni en gallego ni en vasco, e hizo mal, pero mal comienzo el de un rey que se otorga el privilegio de hablar en el parlamento en otra lengua que el castellano cuando a los demás se les ha prohibido una y otra vez hacerlo. También podía haber dicho que su idea de futuro pasa por una monarquía federal, pero hubiésemos creído que, a las primeras de cambio, se le había subido la corona a la cabeza.

La petición de auxilio que yo leo en ese discurso es un SOS político. La izquierda tiene ahí un pretexto para propiciar con la valentía y la claridad que hoy falta el debate sobre las reformas constitucionales que la salven a ella misma, que la adapten al siglo XXI, que desmonten la actual protección de mayorías estabilizadoras a través de la ley d'Hont y tantas otras leyes hoy desfasadas o directamente cómplices de la corrupción: planes visibles y pasos concretos. Su crédito lo ha de ganar ella sola, incluida la aspiración republicana: la única ratificación creíble de un rey parlamentario pasa por las urnas, y el primero que sin duda lo sabe es el propio rey. También entendí eso, porque además le va la vida en ello.

Yo vi a un hombre de mi edad asumiendo su papel en el teatro político, dispuesto a respaldar una actitud reformista para ganarse la autoridad moral que hoy no tiene, la legitimidad democrática que necesita e incluso la credibilidad política ante una Cataluña desengañada del Estado de las Autonomías.

Si no se tratase del Rey, diría que vi a un hombre pidiendo un flotador político al que cogerse, por mucho que lo escriba alguien que probablemente votaría por la República en cuanto este mismo rey respaldase un referéndum sobre la forma del Estado en el contexto de una Constitución reformada y actualizada al siglo XXI. ¿Será el rey el obstáculo primero de una reforma constitucional o su principal instigador? El SOS solemne del día 19 tenía forma de reforma política.

Jordi Gràcia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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