Cuéntame cómo te ha ido
El populismo que molesta es el que no se acaba de controlar y si algo no se puede controlar, pronto es tachado de populista
Tenemos palabra nueva, populismo, y va a servir para un roto y para un descosido. Como reza un viejo dicho inglés, si le das un martillo a un niño pensará que todo lo que ve se parece a un clavo. Las consecuencias del destrozo van a ser, como siempre, previsiblemente imprevisibles.
Va a ser complicado criticar el populismo ya que los medios, lejos de haber actuado de filtro, se sirven de él cuando les conviene o se lo mandan. El arrollador fervor monárquico de los últimos días es solo un botón de muestra. El bombardeo de propaganda ha sido tan intenso que no es extraño que nadie se crea las posibles verdades: para poder sobrevivir hemos tenido que pasar del escepticismo moderado a la desconfianza más feroz sin tener tiempo de hacer una reconstrucción crítica y democrática de los hechos. No nos tomen por tontos, escandalizarse hoy con el último populismo después de vivir los de las últimas décadas sería ridículo.
Se han falseado las realidades de la fortaleza económica, del respeto institucional, de la diversidad cultural, del nivel de calidad de nuestra democracia y de la posibilidad real de participar en ella. Se nos ha mentido con tanta frecuencia y sobre tantas cosas que ningún partido, medio, gobierno o institución tiene suficiente legitimidad para acusar a nadie de populista.
Herencia del de la dictadura y utilísimo, desde 1982 hasta aquí, hemos tenido un populismo normalizado, incrustado en el día a día y, eso sí, como siempre, controlado desde arriba. El populismo que molesta es el que no se acaba de controlar y si algo no se puede controlar, acaba siendo calificado de populista.
El populismo siempre son los demás. El gobierno del PSOE de los ochenta lo utilizó constantemente, Convergència se jactaba hasta no hace mucho de ser un movimiento más que un partido y Aznar subió al poder en los noventa azuzando las bajas pasiones con lo de “paro, terrorismo y corrupción”. Aumentó, además, con el visto bueno de todo lo fáctico y de una oposición que tan servil al Ibex como el propio Gobierno, el populismo económico y moral de la cultura del pelotazo, asignatura obligatoria en la vida de cada español. De construir puentes aunque no haya ríos hemos pasado a construir vías y poner trenes aunque no haya gente. No debería visitarse una hemeroteca sin llevar un par de copas en el cuerpo: volverán a leer que Zapatero regaló en vísperas de las elecciones de 2008 cuatrocientos euros a cada contribuyente. La medida se acabó en 2009.
Calificar como populista el programa económico de Podemos es poner el nivel muy alto. Puede que lo sea pero, entonces, ¿qué calificativo merecen las actuaciones de los anteriores gobiernos? ¿Y de las instituciones que tenían que vigilarlos? ¿Cómo quieren que la gente se asuste con el fantasma de la extrema izquierda, la extrema derecha o el extremo centro populista si los partidos mayoritarios han permitido que la empobrecieran sin misericordia?
Puede que sea populista decir que se ha estado saqueando a la clase media hasta dejarla sin perspectivas claras de futuro, pero no por ello deja de ser verdad. No es más populista el discurso de ocupación de viviendas que el de aquella propaganda de bancos y gobiernos, el que promocionaba el ladrillo con el lema de la inversión segura y el enriquecimiento rápido. Eso es como ser campeones del mundo en Sudáfrica y volver con la cabeza gacha de Brasil.
Puede que el punto de inflexión lo haya marcado la ceremonia de proclamación de Felipe VI. Durante dos semanas asistimos atónitos a un alud de información melosa y pastosa sobre la monarquía, infoxicación que evitaba los puntos más controvertidos, por supuesto, el patrimonio del monarca, sus relaciones sentimentales y financieras. Son secretos a voces que los medios no publican pero que llenan las redes sociales. Pues bien, a pesar de la cobertura mediática, política e institucional las calles de Madrid estaban vacías. La desconexión empieza a ser algo más que una evidencia: se puede movilizar un gentío enorme en una sucursal bancaria a través de la red pero, qué raro, no se consigue esa misma imagen con un nuevo rey, que se pasea condecorado y en Rolls Royce.
Es cierto que el reverso lo ofrecen las soluciones mágicas que aparecen de vez en cuando, la tasa Tobin, Islandia, la salida de la Unión Europea, el sueldo mínimo o el impago de la deuda: si suena fácil, no es verdad. Los bellos discursos y la pureza ideológica extrema tienen un recorrido tan corto como el de algunas mentes que los escriben, pero los errores de unos no redimen los de los otros. No es que haya más populismo, lo que sucede es que por primera vez en mucho tiempo cada cual tiene derecho a tener el suyo, el de los votos contra el Estatut, el monárquico, el del PER, el de la independencia, el del salario mínimo para todos… El populismo ha implosionado y se ha repartido un poco más equitativamente. Quizás sea un primer paso para salir de la desconfianza feroz, recuperar un escepticismo que no sea cínico y esperar así cierta reconstrucción democrática.
Hasta eso suena populista.
Francesc Serés es escritor.
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