Y el sonido se hizo luz
Plastikman brilló en la primera jornada del Sónar, que planteó paradojas entre lo analógico y lo digital
Y a última hora del primer día de Sónar el sonido se hizo luz. Plastikman, el lado oscuro de Richie Hawtin, estrenó en Europa su espectáculo Objeckt, en el que la tradicional pantalla de vídeo se convirtió en un monolito rectangular situado en el centro del público, transformado así en una especie de tribu adorando el tótem que representa las divinidades y los ancestros. Frente al mismo, unos centímetros por encima de las cabezas de la asistencia, Plastikman, en un relativo anonimato, recordó al sacerdote que controla las pociones, en su caso un sonido perturbador por opaco, con bases rítmicas que sólo al final fueron bailables y el despliegue de luz que iluminaba el monolito con motivos geométricos. Esta actuación, vista por segunda vez en el mundo -la primera fue en Nueva York-, supuso el cierre de una jornada en la que la colisión y hermanamiento entre lo digital y lo analógico, lo nuevo y lo viejo, lo que no se acaba de marchar y lo que aún no ha llegado plenamente, fue la pauta.
Lo de Plastikman fue llamativo, aunque en puridad la revolución estética que planeaba se quedó lejos de ser revolucionaria. Sí que acentuó por la disposición del monolito el carácter de por sí tribal del techno, pero los efectos visuales tampoco fueron deslumbrantes ni por su cromatismo ni por su originalidad formal. En el apartado sonoro, Plastikman fue igual a sí mismo, con bajos retumbantes, efectos desasosegantes y sonidos disruptivos. Fue el broche a una jornada que evocó a un cuerno de la abundancia pero en sonidos, una Babilonia abigarrada donde la sorpresa salta en cualquier rincón. En su XXI edición el Sonar diurno abrió su particular puerta de Ishtar con un sinfín de propuestas gratificantes y juguetonas que apelaron al rastro infantil que todos llevamos dentro, más o menos oculto o reprimido. Pero no se trató de un carrusel de variedades epidérmicas, sino un conjunto de juegos sonoros que son resultado de la reflexión, del contacto entre lo analógico y lo digital, de lo viejo con sentido y lo nuevo que busca su lugar en la memoria colectiva del inmediatamente después. En este sentido, las actuaciones de Daito Manabe, Bernier y Messier, Mø o Débruit & Alsarah abrieron una caja de Pandora donde hasta lo étnico tuvo cabida. Sí, el Sonar no deja de entretener sin dejar descanso a quien además desea pensar porqué el mundo cambia tan deprisa. Saber hacia dónde va es harina de otro costal.
Por ejemplo el nipón Manabe ofreció un espectáculo precioso en el que sus bailarinas, ataviadas de blanco con vestidos amplios que al extender sus brazos hacían las veces de superficie de proyección, recibían un torrente de colores y formas en tres dimensiones mientras evolucionaban por el escenario como tenues figuras vaporosas. El espectáculo, que comenzó tarde por un problema técnico, sí, el Sónar también es mortal y la tecnología se atasca como una cañería, fue más corto de lo anunciado, pero los drones que hacían de atracción principal, pudieron sobrevolar sobre el escenario realizando una especie de coreografía de insectos. Lo que se escatimó al público es el vuelo de estos ingenios sobre las bailarinas, ejecutando su danza ingrávida en solitario, sobre una música pautada por graves. Una delicia para los sentidos, un paso más allá en la visualización de la música.
Pero el Sónar también ofrece vueltas a lo clásico. Por ejemplo la discoteca montada para James Murphy y 2manydj bajo el nombre de Despacio. Entrar allí era como hacerlo en una noche ibicenca, sólo que los equipos mostraban potenciómetros analógicos, con su típica aguja indicadora oscilando nerviosa, y el sonido era inmejorable. Sí, una discoteca analógica, se pinchaban vinilos, en pleno Sonar, evocando un ambiente nocturno en plena tarde. ¿Quién dijo que todo lo añejo está periclitado? Y para añejo la máquina de Bernier y Messier, una suerte de cruce entre un telar y una txalaparta venusiana. Una estructura de madera asaeteada por largueros de madera era manipulada por los dos canadienses para activar sonidos digitales y analógicos resultado de la frotación, el roce y los golpes propinados con los maderos. ¿Digital o analógico?, ¿viejo o nuevo? Los músicos, con cara de funeraria, mostraban la emoción con sus cuerpos, pues de ellos necesitaban para mover poleas, empujar palancas y deslizar piezas metálicas. Tocar analógico con el cuerpo.
A primera hora de la tarde la noticia fue el calor, calor sudanés, para ponerse a tono con la mitad del dúo Débruit & Alsarah, mitad francés, él, mitad sudanesa, ella, ataviada con esa mezcla de estampados tan africana. Dijo haber viajado mucho, ella, pero sus canciones estaban cantadas bien en fula o en nuer, que no árabe. La mezcla era fascinante, ya que él, de negro techno tras la mesa con la tecnología, disparaba sonidos paradójicamente tribales, cuerdas y percusiones mayormente, mientras ella, fiel al lema de su país, "La victoria es nuestra", cargaba con su aguda voz con la aparente intención de anular las batidas rítmicas de su compañero de escenario. Una muestra más del colorido étnico que suele caracterizar al Sónar en los últimos años, abierto a África aunque sea para colocarla en un escenario bajo techo y sobre un césped artificial.
Aún sin acabar el estimulante concierto afro-tecnológico, ya sonaba la guitarra africana que perfila de arriba a abajo Maiden, uno de los primeros temas que interpretó una nueva diva, la danesa Mo. Con un leve parecido a Neneh Cherriy y con unas medias que por encima de la rodilla se hacían más tupidas para asemejarse a medias de entrar a matar, la artista ofreció un concierto muy físico en el que mezclo instrumentación analógica y digital ante la entrega del público que a aquella temprana hora se fundía en el Village como el casquete polar en plena canícula. Para aligerar la humedad asfixiante, Mo interpretó “The sea”, una de las canciones de su disco de debut, pero verla sudar dada su gimnástica estancia en escena equilibro la frescura del mar. Avanzado el concierto, pop electrónico de bases contundentes, Mø se arrojó sobre el público, que la trasportó por encima de sus cabezas sin mirar en exceso dónde ponía sus manos. Fue entonces cuando se comprobó que las medias eran, en realidad, pantis. Buen concierto con baladón incluido, un Never wanna now, que permitió un leve receso físico. El Sonar sólo estaba arrancando y quedaban por delante muchas horas de juegos, paradojas y multitud de preguntas
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