Más Marina, que es la guerra
Desde su nacimiento en la transición neolítica, las ciudades han sido una fórmula de éxito en la organización social del espacio
“Me lo decía mi abuelito, me lo decía mi papá...”. Desde su nacimiento en la transición neolítica, las ciudades han sido una fórmula de éxito en la organización social del espacio. La aglomeración urbana ha proporcionado siempre incentivos para la especialización y el aumento de la productividad, ha atraído a la población con su promesa implícita de mayor libertad y/o mayores posibilidades de consumo y progreso individual y ha sido un foco permanente de intercambio comercial y de ideas. Las sucesivas revoluciones tecnológicas, aplicadas de inmediato a los medios de transporte, no han hecho sino incrementar este atractivo urbano disminuyendo los costes de transporte y haciendo posible la concentración creciente de producción y población en espacios reducidos.
Con la llegada de la revolución urbana vinculada a la revolución industrial se produce un salto cuantitativo y cualitativo que exige una creciente intervención pública para producir los bienes y servicios que no son rentables para la iniciativa privada pero que son vitales para la continuidad del proceso de crecimiento urbano. Las comunicaciones y el transporte público, la propia urbanización del espacio, la vivienda, la sanidad, la enseñanza, el suministro de agua potable o de gas y electricidad no son más que algunas de las tareas asumidas por el sector público que permiten el crecimiento exponencial de las ciudades del mundo desarrollado desde principios del siglo XIX. Por tanto, las ciudades se sustentan en la articulación de una serie de bienes y servicios públicos de consumo "no rival" y, por tanto, no dependiente de la capacidad de pago.
Sin embargo, este proceso tiene poco de armónico porque la creciente y necesaria socialización de este peculiar bien público que es la ciudad encuentra en su desarrollo dos obstáculos básicos: la conversión de la propia ciudad en fuente de beneficios (la apropiación privada de plusvalías públicas o los pingües beneficios derivados de la concesión de servicios públicos) y la segregación social del espacio urbano derivado de la propia desigualdad social generada por el sistema productivo y por el deseo de las clases dominantes de crear espacios "significantes" que reflejaran su poder social. De ahí la existencia de ciudadanos de primera, segunda, tercera y hasta cuarta "división".
Cuanto antecede es lógicamente de aplicación a la ciudad de Valencia y su área metropolitana y en la historia contemporánea de la ciudad -por no irnos más atrás- están suficiente y extensamente documentados tanto los procesos de expansión urbana y su correlato de aumento de bienes y servicios públicos como los mil y un casos de apropiación privada de plusvalías que habrían de haber vuelto (al menos en parte) a la colectividad, de sustanciosas concesiones públicas y de apropiación privada de espacios públicos para crear espacios "significantes" para la clase dominante
Es en este contexto general es en el que a partir de 1995 somos bombardeados insistentemente por la promesa bíblica de una tierra prometida que toma la forma de una "Nueva Valencia" , exclusiva y excluyente, que nos permitiría no dar la espalda al mar (falacia donde las haya) y situar a valencia “en el mapa". Todo un prodigio de realidad virtual de una Valencia donde "pasan cosas increíbles y todas son ciertas " como que "las fieras campan a sus anchas y los coches circulan a más de 300 Km por hora". Y, claro, de aquellos polvos estos lodos. La sucesión de grandes eventos de glamour y causa de ruina (y de salir en el mapa pero por razones no deseadas como la corrupción) es tan conocida como creíble y cierta: el Balcón al Mar; la Copa del América; la Fórmula 1; el complejo calatraviano de CACSA; la escandalosa "reconversión" del antiguo Balneario de Las Arenas en un establecimiento hotelero "exclusivo" de gran capacidad y discutible estética; el delirio hausmanniano de la prolongación de Blasco Ibáñez y last but not least (el último pero no el menor), la pomposa, provinciana y hortera Marina Real de Juan Carlos I (es más fácil llamarle Port Vell) proyecto singular del ínclito José María Lozano por encargo de la superioridad que se caracteriza por su ombliguismo; por su desconexión absoluta con el entorno dels Poblats Marítims; por su desaprovechamiento de edificios civiles como los Tinglados, les Drassanes o los edificios interiores al recinto portuario; por el mantenimiento innecesario y contraproducente de las "bases" de los equipos de la Copa el América y por el enésimo intento de situarnos en el mapa a golpe de glamour, término maldito de claro componente psicoanalítico y reminiscencias del "bufar en caldo gelat" y "pixar fora de test" del insigne Eduard Escalante.
Y en este vulgar y limitado diseño de la "Marina Real", hete aquí que nuestros próceres deciden realizar una concesión administrativa a los actuales propietarios de "las Ánimas" de Manuel Broseta Jr, et altrii (que ya ocupan los docks) para que "desarrollen", el Beach Club (o club de playa aunque quede menos fino), un "novedoso" concepto basado en la descarada apropiación privada de un espacio público que tendrá (además de piscina interior y otras boludeces pijas) derecho de admisión y que podremos gozar previo pago de los emolumentos establecidos. Todo muy democrático e inclusivo y un buen ejemplo de la acumulación por desposesión de la que habla David Harvey. Además, el pliego correspondiente de la concesión establecerá un plazo seguramente superior al año y ello significa en román paladino que si el próximo mayo hubiera o hubiese cambios en el gobierno local, deshacer el entuerto y rescatar la concesión nos costaría a todos los valencianos (la inmensa mayoría no usuarios de los servicios ofrecidos) una sustanciosa indemnización como me temo sucederá en el caso Castor. Fantástico.
En verdad, en verdad os digo que siempre están tocando la misma melodía, que el personal empieza a estar harto de tanto glamour y tanto pijerío y que los corpúsculos que asolan la ciudad (supongo que se referían a grupúsculos porque corpúsculo es otra cosa. Vid. diccionario de la RAE) no son los aldeanos radicales ni los extremistas sino los que no entienden ni quieren entender que significa el espacio público. Al fin y al cabo la ciudad siempre ha sido suya (o ellos así lo han creído) y no del populacho. Derechos de propiedad y conquista avalados siempre por el dinero y a veces por la fuerza de las armas y que solo pueden combatirse con la reivindicación del espacio público. Vivir para ver.
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