Entre Prat y Can Vies
Hay que descartar teorías conspirativas y aceptar que Cataluña tiene los mismos conflictos que cualquier país
no ha dimitido por el violento desalojo de indignados de la plaza de Catalunya el 27 de mayo de 2011. Tampoco lo ha hecho por su tan ineficaz como espectacular gestión —helicóptero incluido— en el cerco del Parlament del 15 de junio de 2011. Las cinco versiones distintas dadas por la policía ante el juez sobre cómo perdió el ojo Ester Quintana, en la jornada de huelga general del 14-N de 2012, no hay que considerarlas como un detonante, porque él está seguro: “Aquel día no se tiraron pelotas de goma”. La muerte de Juan Andrés Benítez, el 6 de octubre del año pasado, tras ser reducido por los mossos tampoco ha sido decisiva para que dejara el cargo. Y, claro, el fallecimiento de Alfons Bayard, al no aplicar los agentes el protocolo para personas con trastornos psiquiátricos el pasado 2 de abril en la plaza Molina, no ha tenido nada que ver con su dimisión. Manel Prat, director de los Mossos d'Esquadra, dimitió el pasado lunes “por motivos estrictamente personales” y porque ya “no tenía más recorrido profesional”. Así, como suena. La lectura de un comunicado, sin admitir preguntas, puso fin a cuatro años de carrera policial. No hay reconocimiento de errores, porque no los hay. Ni los vídeos sobre la violenta reducción de Benítez en el Raval —con 10 agentes imputados— ni el auto del juzgado número 11 de Barcelona, que concluye que Ester Quintana perdió un ojo por una pelota de goma lanzada por un escopetero de la Dragó 40, le han hecho siquiera pestañear. Prat es un ejemplar de político con un gran concepto de sí mismo y que tiene la profunda convicción de que ha puesto su granito de arena en uno de los pilares más sensibles de la Cataluña del futuro: el orden público.
“Nunca he faltado a mi palabra ni a mi compromiso”. La frase de Prat fue pronunciada con la solemnidad y la entonación marcial y un tanto prepotente de quien vive en la fe de que los mossos, más allá de un servicio público, son la espina dorsal de Cataluña. Y es que el ex director de la policía catalana comparte el credo de su ex jefe, Felip Puig, que cuando era consejero de Interior manifestó que “en caso de conflicto, los Mossos estarán al servicio del país”, porque hay que distinguir entre “legalidad jurídica y democrática”. Ese era el catecismo que Interior esbozó y que contaba como mandamiento introductorio con “tensar la ley hasta allí donde esté permitido y un poco más”, en palabras de Puig.
El objetivo era mostrar que a duros nos hay quien nos gane, porque nos autogobernamos mejor que los espartanos de Licurgo. Y es que el concepto de la policía como servicio público queda supeditado al de la infalibilidad de un cuerpo con valores trascendentes y un fin superior. No es extraño que con estas premisas doctrinales el estallido de Can Vies incomode al soberanismo hegemónico.
Cuando Cataluña se halla en el escaparate del mundo, los contenedores quemados son un lastre para la independencia. Poco importa, lo que suceda en otras partes de Europa. A título de ejemplo, el ahora primer ministro y entonces responsable de Interior, el socialista Manuel Valls —famoso por sus expulsiones de gitanos rumanos— en su balance de daños de la pasada Nochevieja considerara positivo que ese día “solo” ardieran en Francia un millar de coches. La normalidad es conflictiva y difícil de administrar en Francia o en Cataluña. Por eso es oportuno que los cuerpos policiales se desposean de trascendencia y se limiten a ser garantes de los derechos humanos amparados por las leyes. Hay que dejar de lado teorías conspirativas de conveniencia y aceptar humildemente que Cataluña tiene las contradicciones propias de cualquier país. Los que queman contenedores y apedrean a la policía son tan catalanes -autonomistas, federalistas o independentistas- como los mossos que dan porrazos. Pero hay quien empecinadamente trata de repetir las muletillas de la historia, y ve la mano lerrouxista —en Sants reencarnada en agentes provocadores— en los enfrentamientos entre faístas supuestamente murcianos (en realidad de Sant Andreu o Sant Martí de Provençals) con catalanes pata negra de Estat Català.
El unitarismo de pensamiento que practica cierto soberanismo es muy similar al que durante la transición democrática hegemonizaba el PSUC. Hay que restaurar la normalidad de la disidencia: Cataluña es una sociedad en la que, como en todas, se produce violencia. La única sociedad perfecta que tuvo el valor de autotitularse como tal fue la Iglesia católica hasta el Vaticano II. Para el resto de los mortales, cualquier viso de ejemplaridad debe emanar de hechos objetivos: rigor en el cumplimiento de las leyes y respeto a los derechos de los ciudadanos.
Por eso es conveniente que los políticos dimitan cuando han obrado mal y así lo reconozcan, sin necesidad de embozos prepotentes y desafiantes. Convertir a los cargos públicos y a funcionarios en portadores de valores eternos es hacer un flaco servicio a la democracia.
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