Can Vies como síntoma
Lo que hoy fluye por la base social es una mezcla de descontento, futuro expoliado y necesidad de relaciones horizontales
Allá donde el camino del tren empieza su tarea de partir en dos el barrio de Sants, donde el terraplén es una frontera enhiesta, justo debajo, estaba Can Vies. Era una casa con algo de fábula, con sus torres, con su bandera negra de estirpe anarquista y en el balcón una pancarta que se enorgullecía de los 17 años “remando” con la corriente en contra. Era un símbolo y ya los han desalojado. La propiedad de la finca es de TMB, empresa de mayoría municipal, y es con el concejal del distrito, Jordi Martí, que negociaron.
La oferta oficial era que salieran de la casa, para arreglarla y después establecer un convenio por el cual los jóvenes okupas podrían usar el edificio. Los chicos estaban dispuestos a hacer ellos mismos las reparaciones, pero nada de irse y volver, porque ha habido malas experiencias en la ciudad. Como que cuando llega el momento de volver, el espacio está ocupado por servicios municipales y les dejan una salita para reunirse. No hubo acuerdo, hubo desalojo y Can Vies ya ha sido demolida.
Había, pues, ganas de cerrar esta historia a la brava. El barrio de Sants ardió durante horas.
Unos días antes del desalojo, me acerqué a Can Vies a hacer algunas preguntas. Me encontré con dos jóvenes vestidos de negro, que me juran que no es un uniforme oficial. No les pido nombres, para darles confianza. El chico tiene unos ojos preciosos, la chica es toda simpatía. Me cuentan su desconfianza hacia los tratos municipales, me cuentan que los problemas con los vecinos los resuelven pactando, que han acordado que solo hacen una fiesta de toda la noche —"hasta las seis"— una vez por trimestre. Y me cuentan su manera de vivir, la autoorganización, la solidaridad, el debate permanente: no me dejan entrar en la casa porque hay una asamblea, supongo que solo para miembros acreditados.
¿Los suministros de energía son legales o piratas? Piratas, dicen, somos coherentes. Alegan que tienen el apoyo del barrio, que el conflicto lo han iniciado “ellos”, queriendo señalar al Ayuntamiento, o quizás al sistema, porque después advierten se que si hubiera violencia en el desalojo, sería una violencia venida de fuera, ajena, provocada, que encima no sería nada comparada con la violencia que representa el deshaucio de una familia sin recursos. Hablan con voz suave, sin ninguna estridencia. Observo que la casa presenta síntomas de estar ligeramente fortificada, a la espera de tiempos peores.
Me gusta esta rebeldía, me gusta cómo estos jóvenes laboran por una organización diferente de los vecinos, de la gente, porque aquí está la clave
No tengo edad para sumarme ideológicamente a los okupas, que enseñan en las paredes sus reivindicaciones de lenguaje extremo pero no exentas de lógica, y detesto la violencia inútil y rabiosa que esgrimen como respuesta a la acción policial. Pero me gusta esta rebeldía, me gusta cómo estos jóvenes laboran por una organización diferente de los vecinos, de la gente, porque aquí está la clave. El Ayuntamiento está sometiendo a convenio —que es una manera de dominar— lo que hoy fluye por la base de la sociedad y que es una mezcla de descontento, de futuro expoliado y de necesidad de establecer relaciones horizontales entre iguales, al margen de la autoridad.
Esto es lo que está estallando frente al local de la Fabra i Coats, en Sant Andreu, que se disputan los vecinos autoorganizados y el Ayuntamiento con sus convenios. Esto es lo que está llegando a las urnas. Los okupas de Can Vies me dan otra clave: en esta casa de fábula, con las paredes que eran murales de arte callejero, se reunía l'Assemblea de Barri de Sants, que no es exactamente la asociación de vecinos tradicional. Y tenían buenas relaciones con la gente que se mueve en Can Batlló.
Can Batlló: una fábrica descomunal, que se va reconvirtiendo en un espacio ciudadano. Hay un huerto lánguido, unas instalaciones precarias de iniciativa popular —el bar, la biblioteca— y hay más que nada gente feliz con lo que va conquistando. Lo que ha desaparecido son los cartelones de la inmobiliaria que tenía previsto construir decenas, quizás centenares, de pisos de lujo, una urbanización entera, y no por acuerdo con el alcalde Xavier Trias, sino con sus antecesores socialistas.
La crisis ha impedido barbaridades urbanísticas en Barcelona. Can Vies, sin ir más lejos, también tenía que dejar paso a más pisos, según la planificación de Jordi Hereu; ahora dicen que no. Es por estas decisiones crueles, que se justifican en el dinero, que la sociedad se organiza en un carril paralelo a la Administración. Esto es el nuevo mundo que se va construyendo y haría bien el Ayuntamiento de entender que el convenio y el control son instrumentos antiguos, definitivamente caducos.
Cuando me fui de Can Vies, miré las obras de la calle Capmany, a dos pasos. Finalmente, están en marcha: aquí nacerá la rambla elevada sobre el cajón del tren. La obra está protegida por Los Manolos y el inequívoco símbolo de la rueda. Se ve que hay organizaciones espontáneas que merecen un respeto.
Patricia Gabancho es escritora
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