El descrédito institucional
El parlamento autonómico es el lugar donde reside la voluntad del pueblo valenciano expresada libremente en las urnas. Solo por eso merece un respeto.
Nada hay tan hondo que no pueda ser más profundo. Cuando creíamos que el descrédito de las instituciones autonómicas no podía caer más bajo, la bronca protagonizada entre el presidente de las Cortes Valencianas, Juan Cotino, y la diputada de Compromís, Mònica Oltra, nos devuelve la amargura que sentimos quienes defendemos que las autonomías, lejos de ser un espejo de despilfarro y corrupción, han procurado bienestar y calidad de vida a los ciudadanos; aunque los comportamientos de algunos hayan contribuido de forma decisiva a la degradación de la democracia y, en consecuencia, del Estado de las Autonomías. Nadie que no sufra de desmemoria será capaz de negar el importante avance que en materia de educación, sanidad e infraestructuras ha experimentado la Comunidad Valenciana desde la recuperación del autogobierno. Y lo mismo debe decirse de los beneficios que nos ha proporcionado nuestra incorporación a Europa, tan denostada ahora por tantas razones, y tan estimada antes cuando los valencianos recibíamos millones y millones de euros de los fondos Feder y que sirvieron para modernizar una sociedad que contaba con unas vías de comunicación decimonónicas.
El alejamiento que sienten no pocos ciudadanos del autogobierno y de Europa es el resultado de unas prácticas políticas que solo cabe achacárselas a quienes las protagonizaron. En la Comunidad Valenciana esas prácticas corresponden de manera notable al Partido Popular que, no por casualidad, gobierna con cómodas mayorías desde 1995. Va para 20 años, que se dice pronto. Desde que el PP llegó al poder practicó una política de privatización de las instituciones, convirtiendo unos instrumentos pensados para el servicio de los ciudadanos en unas herramientas de propaganda que solo tenían como único objetivo retener el poder a costa de lo que fuera. A costa, incluso, de las propias instituciones, primeras víctimas de una concepción cesarista y absolutista de las mayorías conseguidas en las urnas.
Las Cortes Valencianas es, probablemente, el lugar donde con más desvergüenza se ha comportado el PP. El parlamento autonómico es el lugar donde reside la voluntad del pueblo valenciano expresada libremente en las urnas. Solo por eso merece un respeto. Pero, además, es la institución encargada de controlar la labor del Ejecutivo, del Consell, para moderar sus abusos. Los populares, tras una primera legislatura concluida con la dignidad que devolvió a la institución Héctor Villalba, convirtieron el Palau dels Borja en una mera prolongación del despacho del presidente de la Generalitat y al máximo responsable del legislativo, segundo cargo institucional sólo por detrás del Molt Honorable, en una suerte de director general venido a menos que se limitaba a cumplir, de manera sectaria, las instrucciones que se le transmitían. Nadie debe extrañarse de que sus titulares no se hayan caracterizado por su autonomía política respecto del Ejecutivo ni por sus preclaras capacidades intelectuales u oratorias.
La cosa estaba mal, pero empeoró cuando el actual presidente, Juan Cotino, renunció a la dedicación exclusiva con la excusa de que iba a cultivar caquis en sus huertos. Si ese era el respeto que le merecía la institución a quien la encarnaba, cuál podría ser el de los ciudadanos. Ninguno. Pero cuando parecía imposible no caer más hondo, llegó la bronca con Oltra. El autoritarismo de Cotino, hostigado por el hooligan de su vicepresidente Alejandro Font de Mora, se constató como nunca. Oltra, que sabía muy bien lo que se hacía, se equivocó al empecinarse en negarle legitimidad democrática al presidente; pero consiguió lo que pretendía: volver a ser la protagonista de la jornada y evidenciar hasta qué punto el PP ha degradado las instituciones, haciendo de ellas el patio de su casa que solo ellos pueden disfrutar. Aun reconociendo que no hay comparación posible entre el deterioro que el PP ha causado a las instituciones, dañando seriamente la calidad democrática, y la técnica de Oltra de llevar al hemiciclo prácticas más propias de las algaradas callejeras, es necesaria una reflexión sobre adónde conducen esos usos y costumbres. La respuesta, me temo, es muy negativa.
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