Hay que asearse
En las librerías te administran unos fármacos de amplio espectro
Acaba de clausurarse la Feria del Libro de Valencia. Paseé por la de Castellón. Los libros inundaban ambos recintos: bien es verdad que la de La Plana cabía bajo una carpa y la de Valencia tenía unas pocas calles. Conozco las de Sevilla, Pamplona, Madrid y alguna más que ahora he olvidado. Lo normal es que no compre ningún libro. ¿Por alguna razón especial? No: sencillamente visito las librerías todo el año.
Las ferias empezaron muchas décadas atrás cuando el libro era casi inaccesible y las librerías eran lugares fantasmales, con mucha penumbra; cuando los libreros eran varones vetustos de grandes saberes, o damas algo marchitas de conocimientos también insólitos. Ésa, al menos, era la imagen que yo tenía de dichos establecimientos en mi infancia. Siendo niño, lo normal es que en la librería se vendiera todo tipo de volúmenes y objetos de papelería.
Yo me recuerdo ir a comprar obras pías que nos mandaban en el colegio. Los establecimientos de curas comerciaban con los libros de texto. Pero, curiosamente, los grandes clásicos de la religión debíamos adquirirlos en las librerías, algunas de ellas especializadas en estas materias y otras espiritualidades de autoayuda. En mi casa, al final, la biblioteca religiosa se componía de los siguientes libros: una Biblia, de Ediciones Paulinas; un Nuevo Testamento, de la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC); y, probablemente mi pieza más rara, El Espíritu Santo, ese gran desconocido, también editado por la BAC. Sigue siéndolo: me refiero a que aún me resulta desconocido. Aquellas librerías solamente cristianas fueron las primeras que yo visité y de ahí viene mi imagen casi sacramental de dichos lugares. Una venta era algo más que una venta. Era casi un oficio religioso. En fin.
Luego, conforme me hice mayor, conocí otro tipo de librerías, algunas con materiales clandestinos o censurados. Los clientes parecíamos los primeros cristianos, algunos incluso protomártires. Yo recuerdo haber comprado en El Cudol un Manifiesto comunista, de Marx y Engels, y Juan Sin Tierra, de Juan Goytisolo cuando Franco ya había muerto, pero esas obras seguían en la trastienda o estaban directamente secuestradas. La librería tenía entonces otro valor y otras funciones: me alejaba de la Providencia y me suministraba textos disolventes, ay Dios.
Hoy en día, las librerías —ya lo dije una vez— son lugares luminosos, por lo general aseados y con sus anaqueles bien dispuestos. Tienen expositores repletos y los reclamos abundan. Son sitios en donde no se comen a nadie crudo (cocido, tampoco). Antes al contrario, las personas que allí están se nos ofrecen a manos llenas.
Está bien acudir a las ferias, sobre todo si uno no ha frecuentado las librerías el resto del año. Pero lo deseable es que seamos clientes habituales de estos otros comercios. ¿No acudimos a nuestra peluquera, dentista o psiquiatra con regularidad? Lo hacemos para arreglarnos. Pues con los volúmenes, lo mismo. En la librería te administran unos fármacos de amplio espectro. Si tenemos algo que preguntar, nos despejan las dudas. En mi caso, es lo que hacen cuando acudo a Gaia, mi librería, mi corporación neuroestética. Con o sin libros, de allí salgo siempre más aseado.
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