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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un misterio recorre el barrio de Gràcia

Ni rastro del boxeador Pedro Roca que llegó a escribir dos libros autobiográficos sin ganar ninguna pelea

Cassius Clay.
Cassius Clay.antonio gabriel

La publicación estos días de su primer libro escrito en castellano del crítico Julià Guillamón (Jamás me verá nadie en un ring), relatando en clave sociológica y sentimental la vida del boxeador del barrio de Gràcia Pedro Roca, me recordó aspectos de mi vida en Buenos Aires conectados a una parecida fascinación por el boxeo. Mi padre, como el padre de Guillamón, me introdujo en el boxeo. Lo hizo casi sin darse cuenta. Como a él le gustaba, no me privó de que a mí también. Creo que tenía quince años cuando asistimos juntos por primera vez a una velada de boxeo. Vimos juntos muchos combates. En vivo y frente a un televisor cuando entró el primero en casa. Me fui habituando al lenguaje del boxeo, un código aunque no tan barroco e indescifrable como el taurino. Vi infinidad de peleas. Vi pesos livianos, pesos moscas, pesos pesados, como era Pedro Roca. Vi nocauts antes de la cuenta, peleas ganadas por abandono del rival, victorias por puntos. Vi en directo la defensa del campeonato del mundo de los pesos moscas Pascualito Pérez. También con mi padre vimos a Óscar Bonavena, ese grandullón con cara de niño que se enfrentó al gran Cassius Clay por el cetro mundial (¡perdiendo por puntos¡) y que un día de mayo de 1976 terminó asesinado en el estado de Nevada (EE.UU.).

Una profesora de filosofía que tuve en el instituto me decía que no entendía que me gustara ese deporte. Me auguraba, en cuanto entrara en los sistemas de Kant y Hegel, el olvido definitivo de esas “salvajadas”. Lo cierto es que leí esos dos filósofos, formé parte de una tertulia porteña donde los sábados por la noche nos reuníamos los feligreses de Camus y los de Sartre (yo era de ambas iglesias) para dirimir quién de los dos acertaba más en su diagnóstico del ser en el mundo y del mundo, pero mi pasión por el boxeo no desapareció. La última pelea que vi fue una del letal Mike Tysson.

No sé si Julià Guillamón sabe que uno de los novelistas míticos de la narrativa argentina de todos los tiempos, Roberto Artl, recurrió a un símil boxístico para definir lo que él consideraba que debía ser la verdadera novela: “Una novela debe tener la potencia de un cross a la mandíbula”. Cuando leí esa ley en boca de uno de mis mentores literarios, fue cuando supe que estaba en la buena senda. No tenía que tener ningún sentimiento de culpa por gustarme ver en un cuadrilátero a dos tipos intercambiando puñetazos. Fuera del recinto boxístico, lo mismo siempre me pareció sencillamente absurdo.

Volvamos al libro de Guillamón. Mientras lo leía (con entusiasmo), recordé una anécdota que me ocurrió con uno de los boxeadores más carismáticos que tuvo Argentina en los años cincuenta. Se trata de José María Gatica, uno de los grandes pesos ligeros que tuvo el boxeo argentino. Yo vivía en un barrio de emigrantes italianos (el Abasto), donde proliferaban restaurantes regentados por ellos. Justo en frente de mi casa había uno al cual solía asistir Gatica. Este boxeador era de extracción muy pobre, casi al borde del lumpen proletariado. Cuando empezó a ganar fama y dinero, su sentido de la generosidad aumentó exponencialmente. Pues bien, cuando venía a cenar al restaurante de mi barrio la chiquillada ya lo sabíamos con antelación. No teníamos más que esperar en la puerta para verlo entrar y tocarlo. Él nos miraba como si nos debiera algo y se echaba la mano al bolsillo para sacar billetes y monedas y nos los arrojaba como si fuera Papa Noel. Nunca entendí en ese comportamiento el deseo de humillarnos. Más bien parecía que le recordábamos su antigua pobreza, que con el tiempo supe que fue infinitamente más terrible que la nuestra. José María Gatica murió unas décadas más tarde atropellado por un autobús cuando vendía muñequitos por las calles. Fue Gatica quien una tarde le dijo a Juan Domingo Perón ante su estupefacción, en un encuentro protocolario: “Mi general, dos potencias se saludan”.

Después de disfrutar el libro de Guillamón, me fui a Gràcia a buscar el fantasma de Pedro Roca, un boxeador absolutamente perdedor. ¿Perdedor o derrotado? Es el mismo dilema que plantea una de las películas más tristes de la historia del cine: me refiero a Fat City, de John Huston: una historia de derrotados en el boxeo.

La anécdota de Gatica y Perón, sorprendentemente se repite en el libro de Guillamón cuando nos cuenta que un día Pedro Roca, que había publicado dos libros autobiográficos, se encuentra con el autor de Laura a la ciutat dels sants, Miquel Llor, y le espeta, después de llamarle colega, qué cómo le iban las ventas de sus libros. De Roca nunca más se supo. Solo queda recorrer el barrio de Gràcia y esperar a encontrar su espectro para preguntarle por qué nunca ganó una puta pelea. La escritora norteamericana Joyce Carol Oates, según nos informa en su último libro Juan Villoro, dijo que el verdadero misterio del boxeo no es que alguien se anime a dar golpes sino que se anime a recibirlos.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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