La reválida casi completa
El cuarteto granadino completa su “trilogía de la madurez” con un disco imperfecto, pero suficiente para certificar las excelencias de su indie adulto
A fuerza de perseverar, sin efectismos ni concesiones, los granadinos Niños Mutantes se han convertido en uno de los nombres más nobles y respetables de ese espectro sonoro cada vez más difuso que denominamos indie. Dos décadas después y con un noveno disco (El futuro) recién alumbrado, Juan Alberto Martínez y sus tres aliados no pueden competir en popularidad con esos cuatro o cinco grupos que revientan festivales a la caída de la noche, pero mejoran en prestaciones a casi todos ellos. Por eso la presentación anoche del nuevo repertorio, ante 600 personas en la Joy Eslava, deja un sabor solo agridulce: el de una banda sobresaliente que no ha sabido pasar del notable. Como si al disco le hubiera pasado una última pasada por el horno, la corrección de algunas banalidades, ese control de calidad severo que siempre ha honrado a sus firmantes.
Podríamos considerar El futuro como cierre de una “trilogía de la madurez” integrada junto a Las noches de insomnio y Náufragos. El grupo apuesta fuerte abriendo con cuatro estrenos consecutivos, pese a que su público apenas ha dispuesto de dos semanas para familiarizarse con esos temas. Y enseguida surgen las pequeñas irregularidades: esa rima “verano/hermano” que no casa con las habituales excelencias líricas de Martínez, la solemnidad no del todo seductora de Robot. Equilibra la balanza la exquisita crónica de la mediana edad que es Boomerang, una plegaria de country-rock y amor por la música como único valor perdurable en esa aventura endiablada que es vivir.
Juan Alberto ha apuntalado con los años una voz de enorme personalidad, no siempre rotunda pero deliciosamente sensible y de ocasional regusto negroide (El circo). Y lo mejor de sus Niños es que se han convertido en un grupo sin referencias evidentes, con un sonido propio, consolidado y en expansión. Este indie, digamos, adulto permite un título tan insólito como Barronal, de argumento muy valiente (dónde esparcir nuestras cenizas póstumas) y sonoridad cercana al folk-rock de America o Stephen Stills. Y el cierre antes de los bises se le adjudica a Huesos, una preciosidad acústica que integrará muchas listas de favoritas entre los seguidores más concienzudos.
En contraste, la parroquia echa en falta en el nuevo álbum el aporte de adrenalina de un himno tan excepcional como Náufragos, la genuina mala baba que Caerán los bancos testimonió dos años antes de esa nueva conciencia enrabietada (Vetusta Morla, Amaral, Nacho Vegas, Bunbury) de la que tanto se habla ahora en el rock nacional. La confianza del cuarteto en Hermana mía, elegida incluso como primer sencillo, bordea lo incomprensible. El tema es ramplón y de estructura armónica tan birriosa como reiterativa. Anoche pareció claro que solo persigue el brinco fácil con ese leit motiv final, “Vamos a volar”, a años luz de las posibilidades reales de sus creadores.
Los Mutantes sonaron, en cualquier caso, cálidos y convincentes, sortearon sin inmutarse los ocasionales problemas técnicos de su bajista y dejaron en el ambiente la sensación de reválida casi completa, de banda grande a la que se le quedó algún fleco suelto. Y Errante, casi al cierre, certifica su presencia entre los mejores estribillos en castellano del ya no tan nuevo siglo. Sentir tanto fervor en la pista, tanto abrazo achuchado, es uno de los motivos por los que acudir a una sala de conciertos puede resultar tan endemoniadamente hermoso.
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