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Crónica
Texto informativo con interpretación

Una sonrisa que sabe de felicidad

Un aforismo de Nietzsche sostiene: “La felicidad es para las vacas y los ingleses”

70.000 personas participaron en la Cursa del Corte Inglés en la edición de este año.
70.000 personas participaron en la Cursa del Corte Inglés en la edición de este año.ALBERT GARCIA

La otra noche zapeando ante la tele caí en una tertulia, en la que un tertuliano, acalorado y harto de que otro tertuliano le contradijese, le pregunta: “Però, escolta, per què no vols que els catalans siguem feliços?” Apenas escuché la réplica:“Escolta, qui ho diu que jo no vull…?” etc. Me sorprendí tarareando la canción de Al Bano Felicita: Senti nell'aria c'e gia/?la nostra canzone d'amore che va/?come un pensiero che sa di felicita…/?senti nell'aria c'e gia/?un raggio di sole piu caldo che va/?come un sorriso che sa di felicita. ¡”Ya está en el aire nuestra canción de amor que circula como un pensamiento que sabe de felicidad”! ¿Y cuándo sentí también yo “un rayo de sol más cálido, como una sonrisa que sabe de felicidad”. Días atrás, en la Ronda de Sant Antoni.

La Cursa o maratón ciudadana, ejemplo de civismo, de festividad, de salud física y de empatía, organizada no sé si por El Corte Inglés, por el Ayuntamiento de Barcelona o por qué otra institución, pasó delante de mis narices y fue una revelación inesperada. La Guardia Urbana había cortado el tráfico para que los participantes corriesen sin obstáculos, y, detenidos en la acera, nosotros mirábamos pasar la incesante sucesión de oleadas de esforzados atletas —rostros y cuerpos, todos parecidos y cada uno particular—. ¡Hacía un calor! Me pareció un espectáculo impresionante: hombres y mujeres, vestidos con camiseta y pantalón corto, en cada camiseta un número identificador, trotaban, esforzados, sudorosos, la boca torcida por un rictus de cansancio o de sufrimiento, la piel roja o pálida, con ronchas, o macilenta, pues aún no ha llegado la temporada de tenderse al sol y broncearse. Pasó una joven pequeñita, con curvas de ídolo, excepción prodigiosa que confirmaba la regla general de la carne humana en camiseta numerada. Válgame Dios. Alguno había que corría con su perro, enredando la correa en todas las vallas y obstáculos, el otro con su hijo —”¡Iván! ¡Vamos, Iván!”—, el otro siguiendo su propio vientre que se bamboleaba como una barrica suelta en el puente de una nave sacudida por el oleaje, y hasta pasó uno empujando la silla de ruedas de un amigo o pariente que también quería participar. Eran 75.000. Interesante el hecho de que la empatía que les había reunido se limitaba a la circunstancia de estar juntos, pero más allá de esa contigüidad o simultaneidad de la experiencia cada uno trota, como es natural, sumido en su propio esfuerzo y en la preservación o ahorro de las propias energías, y tomando en consideración al otro solo como obstáculo a evitar, con el que no tropezar si va más rápido, ni arrollarle si va más lento.

En general todo el asunto me parece —si usted, estimado lector, era uno de esos 75.000, no se lo tome como algo personal; pero si se lo toma así, piense que yo, por lo menos, ¡le estuve mirando!— desmoralizador.

Ahora zapeando ante el televisor comprendí cuál era el sentido de aquella Cursa más allá de la liberación de endorfinas y de la satisfacción personal de cruzar una meta, por qué cuando la autoridad les convocan, 75.000 ciudadanos voluntariamente se ponen a correr por la calle bajo un sol de justicia, o tres millones acuden al Fòrum de les Cultures que se propuso cambiar el mundo. ¡Corren detrás del ideal, de esa felicidad a la vez particular y colectiva que el tertuliano de la tele reclamaba para los catalanes y a la que según los fundadores de los Estados Unidos todos tenemos derecho! “Consideramos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres han sido creados iguales y dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, y que entre éstos están la Vida, la Libertad y la busca de la Felicidad…”

Las religiones la prometen en la otra vida, los regímenes la prometen para el futuro inmediato. Stalin la tocaba ya con la punta de los dedos: “Ahora la vida se ha vuelto más amable, camaradas, ahora la gente es más feliz”. En la fachada de los almacenes GUM de Moscú se colgó en 1936 un gran cartel que declaraba: “La vida se ha tornado más amable”. El Rey Simeón regresó a su país desde el exilio, y a los búlgaros desengañados del comunismo y los primeros diez años de capitalismo les prometió: “En 800 días cambiará vuestra vida”. Arrasó en las elecciones, pero ahora ya está fuera de la política. En Turkmenistán la propaganda prometía en 1995 “Prosperidad en diez años”.

Son los landemains qui chantent, la prometida Edad de Oro. En cuanto oyes hablar de estas cosas, hay que buscar el refugio subterráneo. A finales del siglo XIX un aforismo de Nietzsche declara que “la felicidad es para las vacas y los ingleses”; lo de las vacas se entiende en seguida, lo de los ingleses se refiere a la vida burguesa, aquiescente, que a aquel penúltimo romántico le parecía un proyecto despreciable.

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Y al cabo de un siglo de tenebrosas promesas de felicidad Zizek pregunta “¿Para qué ser felices pudiendo ser interesantes?” Confirmando, por si hiciera falta, que el siglo ha pasado en balde y hemos vuelto a la casilla de salida.

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