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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Microfeminismos

Solo un gran silencio colectivo puede hacer invisible el que una de cada tres mujeres que conocemos ha sido maltratada

Hacía tiempo que no nos levantábamos un 8 de marzo, Día de la Mujer Trabajadora, con un dato tan crudo, horrible, como el de las 61 millones de mujeres europeas víctimas de abuso físico y/o sexual. El excelente trabajo de la Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (FRA), publicado esta semana, ha conseguido remover conciencias y ha recuperado para el debate público la omnipresencia del maltrato a la mujer.

Las cifras de abuso que denuncia la FRA son escalofriantes: el 33% de las mujeres han experimentado abuso físico y/o sexual después de los 15 años — el 8% en el último año—, en el 22% de los casos el agresor era o es la pareja, y el 53% de las mujeres evitan lugares y situaciones por miedo a ser agredidas. Hagamos algunos paralelismos frívolos pero reveladores: en Europa hay 52 millones de smartphones y 55 millones de perros. Es más probable que conozcamos a una mujer que ha sido víctima de maltrato que que tengamos amigos o amigas con smartphones o perros.

El trabajo pone sobre la mesa algunas cosas urgentes. Por una parte, el silencio colectivo alrededor de la violencia contra las mujeres. Los perros y los smartphones tienen un espacio en las sobremesas, en los medios y en las preocupaciones de la ciudadanía del que jamás ha tenido la violencia de género. Ni nosotras hablamos ni vosotros nos preguntáis.

Otro elemento preocupante es cómo es posible que después de décadas de integración y políticas europeas, no tengamos hasta hoy datos agregados sobre violencia contra las mujeres. ¿En qué hemos basado las políticas de género hasta hoy? ¿En las portadas de los periódicos? Porque según el estudio de la FRA, los datos eran hasta ahora inexistentes a nivel regional, pero a menudo también incompletos a nivel estatal (series interrumpidas, encuestas parciales, etcétera). En la era del Big Data, cuando podemos saber cuántas veces encienden la luz, utilizan internet o compran hamburgesas los ciudadanos, ¿no podíamos saber cuántas veces se maltrata a nuestras madres, hijas y hermanas? Parece que tenemos un problema de prioridades, además de una manifiesta incapacidad para hacer políticas basadas en datos, en hechos estudiados y estudiables y, por lo tanto, en problemas reales y no en pánicos colectivos o los intereses de unos pocos. El tercer tema que, creo, merece atención es el del andamio del problema. Si después de tantos años y recursos la violencia contra las mujeres permanece y a una magnitud intolerable, quizás es hora, no solo de hacer mejores políticas basadas en la evaluación y los datos, sino también de cambiar (o ampliar) la forma como se aborda el problema. Al final, la violencia explícita es siempre la manifestación última de un problema. Es una consecuencia. Es la punta de un iceberg formado por millones de micromachismos que perviven y florecen en el silencio colectivo y la aceptación de sus premisas.

Al final, la violencia explícita es siempre la manifestación última de un problema

Todo avance legal en el sentido de mejorar la protección de las mujeres ante la discriminación acaba siendo diluido, cuando no saboteado, por actores importantes del debate público. ¿Que se promueve el uso de un lenguaje que se aleje del determinismo de género y recuerde que las mujeres también somos bomberas, abogadas, mineras o ingenieras? Ridiculicemos al incauto/a que se atreva a recordarnos a todas y zanjemos el tema. ¿Que la ley obliga a pagar igual por el mismo trabajo a hombres y mujeres? Encomendémonos a la ley del mercado y cerremos este incómodo debate. ¿Que ante la permanente discriminación de las mujeres en ámbitos de responsabilidad política y empresarial se hacen leyes para poner límites a esa promoción sistemática de los hombres en base a su condición como tales? Rasguémonos las vestiduras hasta darle la vuelta al debate, gritemos a los cuatro vientos que el que vale, vale, y que si los hombres mandan más será porque se lo merecen y se lo han currado, y miremos para otro lado ante las sentencias judiciales, las historias, las estadísticas que corroboran que la discriminación existe y es contra las mujeres.

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Y culpemos, otra vez, a las víctimas.

Los escalofriantes datos de la FRA no piden compasión, ni palmaditas en la espalda, ni el compungimiento momentáneo del que pronto olvidará que, porcentualmente, una de cada tres mujeres que conoce ha sufrido abuso físico o sexual. Un maltrato de esta magnitud requiere que la charca de los micromachismos se vaya drenando a golpe de microfeminismos que erosionen el andamio sobre el que se sustenta la violencia de género.

Microfeminismos que denuncien la normalización del trato diferencial y discriminatorio. Microfeminismos realizados por hombres conscientes de que no se puede ser neutral en un tren en marcha. Microfeminismos que construyan otros mundos en lo que quepamos todas. Microfeminismos, en fin, que busquen conquistar la igualdad efectiva de derechos. Que no esperen que caiga del cielo ni llegue a golpe de decreto. Porque maltratar ya es ilegal, pero dudo mucho que los 61 millones de maltratadores vayan a dejar de serlo mientras su desprecio y su mirada encuentre eco en tantísimos rincones de la sociedad, la política y la economía.

Gemma Galdon Clavell es doctora en Políticas Públicas

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