‘Düsselford’, desamor y dislexia
El dinero y el deseo mueven los hilos del formidable enredo trenzado por José Padilla y sus actores en ‘Los cuatro de Düsseldorf’
Un cruce entre comedia de enredo y juguete cómico, con carcasa de thriller empresarial, escrito, aventuro, sin otra intención que divertir, aunque roce y coquetee con temas de enjundia y le dé, de paso, una bonita colleja a esas doctrinas que invitan a resolver problemas de índole colectiva, social y política con manuales de autoayuda, meditaciones y psicoterapias. Si en el Siglo de Oro las comedias de enredo sucedían en casa del padre de la amada, ante su reja o en una calleja oscura, José Padilla sitúa esta de un siglo “cuyos motores principales son el dinero y el sexo” (cito a un personaje de Pablo Gisbert, otro pujante joven autor) en el seno de una multinacional, pues la empresa ha desplazado a la familia como corazón del cuerpo social y fuera de su hoy menguado paraguas acechan el aguacero inclemente de los señores del mercado y la retórica sobre el emprendedor infatigable y sobre el autoempleo como promisorio maná.
LOS CUATRO DE DÜSSELDORF
Autor y director: José Padilla. Intérpretes. Mon Ceballos, Helena Lanza, Delia Vime y Juan Vinuesa. Luz: Fran Guinot. Música: Jesús Hernández. El Sol de York. Del 27 de febrero al 9 de marzo.
En Los cuatro de Düsseldorf, el autor tinerfeño entrecruza dos historias de parejas asimétricas, uno de cuyos miembros se mueve por amor y los otros tres por ambiciones y deseos cuyo cumplimiento depende del dinero. Carlos, su protagonista, es un Juan Nadie amoral, psicopático y hecho a sí mismo: un iluminado que un día decide predicar con el ejemplo que la sinceridad absoluta cambiará el mundo. Junto a esta directriz argumental, Padilla esboza otras paralelas (la repercusión de los mítines de Carlos, su chantaje tácito a la empresa…), que deja sin desarrollo para avanzar cada vez más rápido y más cómicamente hacia un final en el que los cabos sueltos se atan de modo ingenioso e inesperado. Se trata de, a golpe de gag, no dejar al espectador tiempo para pensar sobre lo escasamente verosímil que es que un ordenanza pueda urdir un chantaje como el que Carlos insinúa sin perfilarlo, que la empresa le reubique en su central alemana, donde más repercusión tendrá el follón que arme, y que le de voz en vez de darle un patadón para arriba, al negociado de ostracismo estructural, por ejemplo.
Aún con tales peripecias sin justificar suficientemente (Padilla se ha contagiado en esta ocasión por la moda, muy argentina, de llevar a sus personajes a hacer justo lo contrario de lo lógico, pero sin la ironía con que eso sucede en las comedias del disparate de Tono y Mihura), la comedia llega a término sin bajar el pistón, entre gags crudos y desopilantes colocados con desparpajo por Helena Lanza (la valkiria sobrevenida), Delia Vime (la urdidora disléxica, con cara de no haber roto nunca un plato), Juan Vinuesa (el ordenanza con ínfulas, enganchado a cierta moza) y Mon Ceballos, sobre cuyo consejero delegado las maquinaciones de aquellos caen como lluvia fina.
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