Sante-Victoire, montaña querida
El libro de Dupont en el que reivindica a Picasso y Jacqueline, los presenta como personas generosas, profundamente humanas y bondadosas
El miércoles asistí en el Instituto Francés a la presentación del libro de Pepita Dupont La verdad sobre Jacqueline y Pablo Picasso; sobre el escenario del salón de actos escoltaban a la autora Victoria Combalía, historiadora del arte, y la editora del libro, Clara Pastor. Como en estas páginas informaba el otro día José Ángel Montañés, el libro procura reivindicar al pintor y a su última esposa, Jacqueline, de quien Dupont fue muy amiga en los últimos años de su vida, y presentarlos como personas generosas, profundamente humanas y bondadosas.
Entre las anécdotas del libro está el momento en que Picasso le cuenta a un amigo que ha comprado "la Sainte-Victoire"; el otro entiende que se refiere a una de las muchas pinturas que Cézanne dedicó a esta montaña provenzal, la Sainte-Victoire que le obsesionaba como a Aldo el Tängri, la montaña peligrosa en la otra orilla del mar de las Sirtes. “Felicidades, pero ¿cuál Sainte-Victoire has comprado?”.
Y Picasso de muy buen humor responde: “¡La auténtica!”.
Y es que acababa de adquirir el castillo de Vauvenargues, dominado por el macizo Sainte-Victoire. Ese castillo, de donde a principios del siglo XVIII el joven Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, salió a caballo para ir a la guerra, llevar una vida breve y trágica, dejar unas máximas y aforismos de gran calidad, y no volver nunca, fue la penúltima residencia de Picasso y Jacqueline.
¿Será verdad —como cuenta Dupont en su libro— que Picasso sorprendió a su galerista, Daniel Henry Kahnweiler, limpiándose los zapatos, antes de entrar en casa, en la esterilla de la puerta del vecino, para así no gastar la suya? Me cuesta creerlo. Es demasiado bonito.
Mientras Pepita Dupont hablaba de su libro, yo, que ya lo he leído, dejaba que mi pensamiento sonámbulo fuese de Vauvernagues —su aforismo más famoso dice: “La claridad es la probidad de los filósofos”— a Sainte-Victoire, de Cézanne a Picasso. Pensaba que un día de estos deberíamos ir, TODOS los barceloneses, a Madrid, en Ave o en avión, para ver la exposición Cézanne en el Thyssen.
Pepita Dupont presenta a Picasso y Jacqueline como muy agradables
Porque sin Cézanne, Picasso y Braque no hubieran inventado el cubismo; y sin cubismo no hubiera habido pintura abstracta; y sin la gran aventura de la pintura abstracta, no hubiera existido Rothko. ¡Y esto sí que hubiera sido una verdadera catástrofe!
Y además, sin Rothko no hubiera existido mucha gente valiosa, por ejemplo no hubiera existido Sean Scully, que pinta franjas de color y mosaicos, en la clara estela de Rothko. Scully vive parte del año en Barcelona, y se propone regalarle a la ciudad 200 de sus óleos si a cambio se le asigna un museo donde exhibirlos, según contaba el otro día La Vanguardia.
A algunos les parecerá una buena oferta, una excelente oportunidad de incorporar a la oferta cultural de la ciudad otro museo de autor: Picasso, Miró, Tápies, Scully. Yo por el contrario no estoy tan seguro, aunque Scully sea un artista de primera fila internacional. No veo que haya que dedicarle un museo, porque…
Y por cierto: si yo fuera Scully andaría con mucho cuidado en su negociación con nuestras autoridades.Yo, si fuera él, recordaría lo que le hicieron a Clará, estupendo escultor noucentista que también donó su obra a la ciudad a cambio de que se expusiera en su casa-taller. Y se cumplió el pacto hasta que un día, so pretexto de que no iba la gente a verlo y de que estaba pasado de moda, cerraron el museo y transformaron el edificio en biblioteca de barrio.
Deberíamos ir todos los barceloneses a Madrid para ver la exposición ‘Cézanne’
Al poco tiempo, una horda de maulets destruyó, a plena luz del día, impunemente, el precioso monumento de Clará a los muertos de la Guerra Civil —durante el franquismo, “a los caídos por Dios y por la patria”: esa denominación de origen es la que decidió su suerte—, sin que nadie chistase (salvo, si no recuerdo mal, Lluís Boada, en este diario.) ¡De manera que mucho ojo, señor Scully, que esta gente no es de fiar!
Acabada la presentación, saludé a Victoria Combalía y así supe que la próxima semana ella inaugura en el palacio Fortuny de Venecia una exposición de fotografías de Dora Maar, otra de las mujeres de Picasso, a la que ha dedicado numerosos estudios y recientemente una biografía.
Deberíamos ir, todos, a Venecia. E ir a Madrid y ver la expo de Cezanne. Y también ir a Vauvenargues para contemplar esos paisajes que, si tanto obsesionaron a Cézanne, han de ser excepcionales.
La mera posibilidad de tantos y tan dispares viajes, y además el esfuerzo colosal de la imaginación para figurarme un mundo en el que no hubiera habido pintura abstracta —a Kahnweiler le hubiera parecido estupendo pues detestaba la abstracción— me dejaron exhausto, y nada más volver a casa tuve que meterme en cama.
Dormí como un lirón, pero de madrugada me han despertado, como a menudo me pasa, los chillidos de las gaviotas; chillidos horrendos, bestiales y desafinados. Bueno, a mí me parecen horrendos, pero supongo que a Colón y sus marineros debieron sonarles a música celestial, la noche antes de avistar por fin la costa del Nuevo Mundo… Satisfecho con este primer pensamiento del día, volví a dormirme…
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