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análisis

El circo

De la denominada pena de banquillo no se libra nadie

Se cuenta que el 14 de Enero de 1875, durante la recepción en Madrid del joven Alfonso XII, exiliado tras la Revolución de 1868, éste se fijó en un joven (otras versiones hablan de unas mujeres) que se deshacía en aplausos y vítores. Y cuentan que el monarca se detuvo para agradecerle su entusiasmo, a lo que el jovenzuelo respondió, "Pues esto no es ná, pa lo que grité cuando echamos a la puta la reina" (o directamente "su madre", según otras fuentes).

Al parecer, esto de salir a la calle a vociferar, sean vítores o denuestos, forma parte de las válvulas de escape emocional con las que cuenta esta desgraciada nación. Y en épocas de crisis, si el binomio "pan y circo" no alcanza equilibradamente, nos esforzamos en aumentar lo que más al alcance de la mano parece que tenemos… el circo.

El circo mediático, desde luego. Y para aquellos afortunados que pueden, por ociosidad y proximidad, acudir al coso donde se huele de cerca el miedo, la vergüenza, la envidia satisfecha o el odio ramplón sintiéndose partícipes del Auto de Fe, tanto mejor.

En Roma, cualquier cobarde podía, por concesión graciosa del Emperador, decidir con su pulgar la muerte del gladiador vencido. En esa primitiva demagogia estadística medida "a ojo" (o "a ruido") la plebe, pobre pero adecuadamente idiotizada, descargaba su frustración sobre alguien aún más desgraciado, mientras daba las gracias al palco imperial.

Nosotros, para eso, tenemos la tele. Pero siempre me ha maravillado la facilidad con la que a la entrada de comisarías y palacios de justicia se agrupan desocupados ciudadanos dispuestos a aporrear vehículos policiales (me parece profesionalmente inexplicable que lo consigan, pero lo hacen) o a acosar a jueces y justiciables. Lo hacen los paisanos que logran acceder, como digo y lo hacen presuntos periodistas para que los telespectadores puedan, a su vez, acosar desde la comodidad de sus sillones de orejas.

De semejante tortura, denominada con acierto "pena de banquillo" (pena inmoral, ilegal y más vergonzosa para el que la suministra que para el que la recibe) no se libra nadie que, con independencia del motivo que le acerque al templo de Temis, resulte ser famoso por algo. Y cuanto más famoso, mejor. Cuanto más fuerte y poderoso era el gladiador, más alto clamaban las masas por su muerte.

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¿Constituye, o no constituye, un atentado sangrante a la libertad y la intimidad de las personas el lamentable espectáculo con el que se acompañan los trámites judiciales de cantantes, toreros, políticos, futbolistas o, como en el más sonado de todos, miembros de la familia real?

Si la ley es (y debe ser) igual para todos, no ha de caber un trato de favor, ciertamente, pero… ¿Ha de aceptarse un semejante trato de perjuicio? Y no lo digo, ya, para una señora de apellido Borbón, sino para cualquiera, sea matador de toros jubilado, pelotari o tonadillera. Impartir justicia desde el perfecto solipsismo procesal que se encierra tras los muros del juzgado, desconociendo lo que ocurre bajo sus ventanas, pone a prueba los límites del concepto mismo de independencia jurisdiccional.

Nada nuevo, según el Evangelio de San Marcos (Mr. 14.65) al mismo Jesucristo, antes de llevarle frente a Pilatos para ser juzgado, ya le habían zurrado de lo lindo sus paisanos… por poner un ejemplo conocido.

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