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CRITICA | kaiser chiefs
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Si no estás enamorado, al menos diviértete

El quinteto de Leeds no inventa nada en la música británica, pero con sus estribillos fulminantes solo se quedan sin saltar los derrengados

Decibelios y adrenalina: no se conoce mejor fórmula para exorcizar los demonios interiores y eliminar toxinas. Kaiser Chiefs nunca cambiarán el curso de la historia de la música popular, pero tienen clarísimo su compromiso con la furia, la alteración masiva y la diversión indisimulada. Y su cantante, el enérgico Ricky Wilson, se aplica desde el primer minuto a tal efecto, incluso aunque, como anoche, la garganta le flojease y tuviera que desgañitarse de mala manera. La Sala Arena estaba repleta y entregada, así que no cabía margen de error.

Los chicos de Leeds no conceden un respiro. The factory gates sirve para poner a punto la maquinaria con unos teclados tan chillones como si corriera 1977 y los Attractions acabaran de llegar a la ciudad. Es solo el preámbulo para Never miss a beat, donde Wilson ya se comporta como el perfecto chico malo que es: salta como un energúmeno, maltrata el micrófono con furia de púgil encabritado, se golpea el pecho en gesto chulesco y regala ese estribillo onomatopéyico (beat, beat, beat), con el que solo no saltan los derrengados.

Afónico y todo, Ricky es una bomba del espectáculo, un gamberro tierno con chupa vaquera y ceñidos vaqueros oscuros. No nos encontramos ante un intelectual de la música moderna, pero comprendemos que como jurado de La Voz (su más reciente ocupación paralela) debe de dar bastante más juego que, ejem, nuestro Bisbi. Al chico de los rizos nunca le saldría bien eso de caer fulminado de rodillas, con sacudidas de cabeza, en mitad de Little shocks. Wilson, en cambio, se comporta como si un rayo acabara de doblarle el espinazo. En ese contexto de excitación guitarrera, la mordaz Everyday I love you less and less, oda al desapego, se convierte en el antídoto perfecto frente a las boberías del santoral. El mensaje parece evidente: si no estás enamorado, al menos diviértete. O apúntate el título para cuando dejes de estarlo.

En medio de tanto alboroto, el nuevo sencillo del quinteto, el elegante Coming home, resulta modosito e invita al balanceo pendular de brazos, como si la cabellera rubia en el escenario le perteneciera súbitamente a Chris Martin. Wilson, perro viejo a los treinta y tantos, aprovecha el otro momento sosegado, la excelente You can have it all, para marcarse un bailecito con una morena guapa a la que aúpa personalmente desde las primeras filas del público.

Queda el arreón final, el de Ruby o I predict a riot, temas que recorren el trecho entre los Kinks y Franz Ferdinand. Y otra pieza nueva para abrir los bises, la entrecortada y poco memorable Cannons, de la que sale el título del inminente nuevo álbum de la banda: Education, education, education & war. Hábiles en todo, los chicos tienen la prudencia de retirarse a los 75 minutos. La diversión, ya se sabe, es un estado fugaz y pasajero.

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