El arte en las venas
La primogénita de Don Enrique conquista el Auditorio Nacional con un recital todavía irregular, pero muy emocionante en su último tramo
Qué gusto da encontrarse con una mujer de 33 años, flamenca por linaje y pleno derecho, haciendo fuerte su arte de barrio en los templos de la música culta. Lo consiguió Estrella Morente 11 meses atrás en el distinguido Teatro Real y anoche repitió esta armoniosa profanación en el otro epicentro de la pompa y la circunstancia, el Auditorio Nacional. Bordeando el lleno en ambos casos, por más que ayer el reto se dirimía en esa sala sinfónica que la granadina contemplaba con la mirada centelleante, legítimamente orgullosa por el alcance temprano de su currículo.
Entró Estrella con el paso parsimonioso, casi de torería, dejando que el vuelo del vestido negro se impregnara con el barniz de esas tablas solemnes. Y afrontando en soledad estricta una serie de martinetes interpretados sin prisa ni estridencia, perdiéndole desde el principio el miedo a los silencios.
Las principales dudas se agolpan en la primera mitad del espectáculo, cuando Le di a la caza alcance pierde el trance minimalista de Michael Nyman y, traducida a las guitarras de Monti y Montoyita, se convierte en saeta de embarazosa simplicidad rítmica. Tampoco a los palmeros se les nota distendidos, víctimas de un sonido nada fecundo. El repertorio es liviano y llevadero, más cercano a la canción popular andaluza que al cante jondo, lo que puede contribuir a una cierta desubicación: quien confiara en una inmersión flamenca se daría de bruces con un amable acercamiento a la copla.
Las tornas giran momentáneamente cuando la primogénita de don Enrique se queda a solas con Pepe Montoyita, cinco minutos de duende con más sustancia que la suma de todos los acontecimientos anteriores. No importa que predominen corbatas o visones en los graderíos: también desde las butacas se escapan los primeros olés. Pero de la recuperación volvemos al titubeo cuando la ausencia de Estrella nos condena a un paréntesis instrumental de guitarra, rico en obviedades y ni siquiera pródigo en virtuosismo. Una invitación a la somnolencia más que al asombro.
El espectáculo no remonta definitivamente el vuelo hasta que su protagonista reaparece, ahora de blanco y con mantón verde, para hincarle el diente a La estrella, esos tangos que ya sublimara su padre y en los que ella se muestra cómoda y pletórica. Se suceden a partir de ahí los Tangos toreros, con Estrella gustándose en el baile y el taconeo, y ese homenaje a Lola Flores (“ella recordaba a la Madonna de la rosa”) que emociona por su abierta sinceridad.
Estrella remata con el Volver de Gardel, en un acercamiento natural y absolutamente propio, como si un minúsculo callejón conectase San Telmo con el barrio del Albaicín. Y el estremecimiento queda para el homenaje final a Enrique, con su hija y los músicos arremolinados en torno a un solo micrófono. Antonio Carbonell regala un quejío sublime, José Enrique Morente exhibe al fin esa voz clara y lindísima y su hermana cierra en lo más alto, demostrando que, pese a las irregularidades, el arte le corre a la familia por las venas.
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