Los gozos y las sombras
El grupo ofreció este sábado en Valencia su tercer concierto de su extensa gira europea, la primera que le trae a la capital valenciana
Reduciendo la inspiración a una idea de lo más básica, podríamos decir que las canciones son proyecciones de una realidad que se filtra a través de la personalidad de quien las moldea. En ese sentido, las de Dorian Wood son como sombras estilizadas, composiciones de contornos irregulares que huyen siempre de los cánones de lo común, y que nos devuelven la imagen de un entorno que puede ser tan turbio como bello, tan incómodo como placentero, según el momento. El compositor angelino es el primero en reconocer que hay tantas lágrimas como gozo en ellas, tanta energía vitalista como aversión hacia aquello que le subleva. Y el aliento neoclasicista de algunas de ellas, acentuado por cierto prurito arty (forjado en la ilustración musical de instalaciones y performances), junto a la invocación de ilustres exploradores de las cavernas del alma (Scott Walker, Tom Waits o Nina Simone), refuerza el trazo de unas canciones que cobran altura de vuelo gracias a su portentosa voz.
Así lo validó ayer en el tercer concierto de su extensa gira europea, la primera que le trae a Valencia, y que dispone de una manga hispana pródiga en fechas. Y lo hizo con una banda que, más allá de su carácter circunstancial (formación de cuarteto, frente a la abultadísima nómina de su última grabación), cumple estupendamente con el no tan fácil cometido de reproducir las excelencias de un Rattle Rattle (su tercer álbum) que le ha situado en el mapa a ojos de la mayoría de mortales. Con el delicioso contrapunto vocal de la acordeonista Leah Harmon y con el impagable soporte rítmico del tándem valenciano Junquera-Muñoz, tan versátil que igual se las apaña para imprimir rugosidad rock a Daniel Johnston como para acolchar una propuesta como esta, que entraría de lleno en la categoría del pop de cámara. Dorian Wood abundó, sentado al piano, en el contenido de su último álbum sin olvidar algunas recuperaciones de sus dos primeros trabajos, en un concierto conciso (poco más de una hora) y de intensidad discretamente creciente, sin demasiados picos, al margen de La cara infinita o When Jesus Said my Name. Aunque arrebatador en muchos momentos.
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