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OBITUARIO

Ricard Maria Carles, líder del giro derechista de la Iglesia catalana

Su llegada a la diócesis de Barcelona para suceder al cardenal Narcís Jubany cayó como un jarro de agua fría

Francesc Valls
Ricard Maria Carles, en el centro de la imagen.
Ricard Maria Carles, en el centro de la imagen.uly martin

Vetó conferencias de Hans Küng en dependencias diocesanas de Barcelona, ya que el prestigioso teólogo suizo tenía la venia docente suspendida desde 1979 por poner en duda la infalibilidad de Papa. Impidió en varias ocasiones que el historiador y sacerdote Joan Bada, a pesar de ser el candidato más votado, llegara a ser decano de la facultad de Teología de Cataluña. Descabezó a los sospechosos de "connivencia con el laicismo" de su gobierno diocesano. Se enfrentó a la Iglesia de base catalana. En definitiva, fue más partidario de mantener un núcleo incondicional y ortodoxo que de abrir las puertas de la Iglesia a la inseguridad cotidiana. Por eso, encajó en el programa restauracionista que floreció durante el pontificado de Juan Pablo II.

Ricard Maria Carles, cardenal y arzobispo emérito de  Barcelona, falleció el lunes en Tortosa a causa de un ictus, en cuya catedral se instalará a partir de este martes la capilla ardiente. Con una sintonía de vetustas reminiscencias de fondo, adecuada las grandes ocasiones, la emisora pública Catalunya Ràdio ha anunciado el martes por la mañana la muerte del mitrado. Nacido en Valencia en 1926, era licenciado en Derecho Canónico por la Universidad Pontificia de Salamanca y fue ordenado sacerdote en 1951, antes de ser arcipreste de Tavernes de la Valldigna (Valencia), en 1964; obispo de Tortosa, en 1969, y arzobispo de Barcelona a partir de 1990 y hasta 2004. A Tortosa llegó con aires de progresista: vestía clergyman y renunció al chófer y al coche oficial. En 1990, cuando fue nombrado arzobispo de Barcelona, ya no se resistió a las prebendas del cargo. Él no quería ser considerado un conservador. Fundó en Tavernes de la Valldigna el centro excursionista Dios y Audacia y, como dijo en una ocasión a este diario, "un obispo que hace escalada difícilmente puede ser conservador".

Su llegada a la diócesis de Barcelona para suceder al cardenal Narcís Jubany cayó como un jarro de agua fría. Jubany era un hombre que dejaba hacer y desde luego huía del dogmatismo beligerante de Carles, que desafió, a poco de llegar a la capital catalana, las campañas en favor del uso del preservativo y del sexo seguro dirigidas por el ministro popular de Sanidad José Manuel Romay. Afirmó que el aborto era la peor lacra existente en Cataluña. Pero ninguna de estas andanadas le sirvió para alcanzar la presidencia de la Conferencia Episcopal española, que en 1993 llevó a la presidencia del organismo colegial a Elías Yanes. Carles tuvo que conformarse años después con la vicepresidencia, bajo la presidencia de Rouco Varela y con un episcopado más alineado con las nuevas orientaciones.

El golpe más fuerte contra Carles fue, sin embargo, su implicación en el caso de Torre Annunziata, cuando un mafioso le relacionó con una red de blanqueo de dinero. Carles se creyó objeto de una persecución por parte de la justicia laicista italiana y víctima de una conspiración. Las acusaciones nunca se probaron judicialmente y no hubo cargos contra él. Pero Carles endureció sus puntos de vista, se rodeó de un grupo de fieles -en el sentido más incondicional del término- y destituyó a lo más liberal de sus colaboradores: al jesuita Enric Puig, como contable de la diócesis, lo que motivó la renuncia solidaria de Joan Carrera, obispo auxiliar de Barcelona, forjado en el antifranquismo y en su día militante de Unió Democràtica.

Si con su primer gobierno diocesano trató de dar una imagen de pluralidad sin desnaturalizar su autoridad, tras el episodio de Torre Annunziata dirigió purgas. Cambió a toda la dirección de la emisora diocesana Ràdio Estel para clericalizarla. Era la primavera del año 2000 cuando borró cualquier atisbo de pluralismo o de debate de la citada emisora. Hubo cartas -con 6.000 firmas- por falta de transparencia en su gestión diocesana, protesta a la que se añadieron 30 de los 40 arciprestes de Barcelona. Pero no cambió. Dejó dividida pastoral y administrativamente la diócesis, situó a sus amigos al frente de prelaturas y procuró enviar a los sospechosos lejos.

En 2005, ya jubilado, se fue a vivir a un palacete modernista en la zona alta de Barcelona, lo que provocó que una docena de personalidades catalanas, entre ellas el exsenador Josep Benet, pidieran infructuosamente a Roma que tomara cartas en el asunto.

Los sectores más espiritualistas de la Iglesia le consideran un hombre piadoso y de gran fidelidad a Roma, aunque con escaso tacto gobernando.

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