Un edificio de sueños rotos
En la retina seguimos conservando la imagen de aquel Canal 9 moderno, pensando que era de todos, sin darnos cuenta de que los decorados de su panza se habían convertido en un mundo sin decoro
No se habla de otra cosa, ya saben: el gobierno valenciano purga sus penas cerrando Canal 9. En realidad llevaba silenciado muchos años, tantos como los que hicieron falta para que se convirtiera en un nido de rehenes agradecidos que callaban todo lo que no estuviera en el guión de unos dirigentes sin pudor.
El poder no suele caracterizarse por tener decoro. Sin embargo, acostumbra tener sus decorados. Si hablamos del poder valenciano de los últimos dieciocho años, estos rasgos se acentúan dramáticamente. Hicieron exclusivamente suyo un edificio que no les pertenece para convertirlo en el aparato mediático de su propaganda y servirse de la televisión para medrar y encumbrarse hasta límites insospechados.
Ese edificio pretendió ser la seña de identidad de los valencianos. Esta fue la búsqueda y el logro de los arquitectos de Vetges Tu i Mediterrània junto con el arquitecto Héctor Fernández cuando lo proyectaron en 1985. Mediante un astuto juego de volúmenes, planos, pieles y transparencias manejadas en abstracto, crearon un espléndido edificio y sirvieron a la sociedad valenciana un plato de buena arquitectura, logrando que toda la complejidad funcional que requiere un centro de producción de programas de televisión tuviera una poderosa imagen propia.
Situado en un entorno despersonalizado, la primera condición era ser reconocible de inmediato por todo el mundo. Sugerida por el propio solar, la planta triangular sirvió para enfrentarse a condiciones ambientales diversas y albergar una serie de piezas con un continuo diálogo de dualidades contrapuestas entre lo vertical y lo horizontal, lo artesanal y lo tecnológico, la piel tersa y la piel rugosa, resueltas materialmente con el uso de paneles de aluminio en los volúmenes interiores y una combinación de materiales pétreos, bloque de hormigón y pizarra, que ligan tectónicamente el muro envolvente con la tierra sobre la que se deposita.
La tensión del muro de fachada y del gran arco que lo perfora haciendo de filtro se difumina en un extremo con un potente cilindro que articula y pone el contrapunto para desarrollar en vertical la torre de emisión o torre de parábolas, símbolo de toda televisión que se precie. Ese era el gran sueño. Un contenedor de sueños y noticias, apreciado por todo el pueblo al que servía. Un sueño roto sin haber cumplido el cuarto de siglo.
Lo que empezó con ilusión, comenzó a truncarse en 1995 cuando un señorito cartagenero se nos coló de President y se inició una fastuosa fiesta de lujo insolente convirtiendo al imponente arco de entrada en un coladero de favores que había que pagar de algún modo. Poco a poco los amiguitos del alma hicieron de la tele un púlpito desde el que irradiar su doctrina sirviéndose del pirulí del extremo.
La amplia curva del arco se transformó en el icono triunfalista del derroche, y comenzó a tragar estómagos satisfechos cuya misión consistía en seguir las consignas que marcaban los jefes, alabándolos cada vez que se mostraba a los valencianos todas las sacrosantas hazañas y las bondades y excelencias de regatas, fórmulas uno, visitas papales, aeropuertos sin aviones y todo aquello que hiciera falta, pero ocultando, sin embargo, dramas como el luctuoso suceso del metro. Demasiadas cosas parece que no hubieran existido jamás. Nada podía empañar el perfil de los personajes siniestros y sin escrúpulos que anidaba.
En la retina seguimos conservando la imagen de aquel Canal 9 moderno, pensando que era de todos, sin darnos cuenta de que los decorados de su panza se habían convertido en un mundo sin decoro. Algo nos olíamos, pero al no tener el mismo instinto cauteloso de los animales que huelen las tormentas aun cuando estén encerrados, hicimos como que no pasaba nada. Hasta que ha llegado el día. El monstruo que engordó desmedidamente estalló y el esbelto pirulí al final del muro de cierre del laberinto de enchufes y corruptelas se ha quedado sin emisiones y carente de sentido.
Lo sabían, pero, cada cual por sus motivos, todos silenciaban. El poder que nos gobierna sin honra desde hace casi veinte años había resumido todo aquel sutil juego de dualidades de los arquitectos en uno más perverso, el suyo propio: confundir lo público, plural y libre, con lo particular y sus asuntos privados.
Vicente Blasco García es arquitecto y profesor de Construcción de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Valencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.