Recuerdo de Cerdán Tato
Buena parte de su comportamiento, en ocasiones desconcertante, era el resultado de esa tensión entre la vida real y la soñada
Había esquivado la muerte en tantas ocasiones que, cada vez que ingresaba en el hospital, los amigos cruzábamos apuestas sobre el tiempo que tardaría en reponerse. Y así era. Pasadas unas semanas, Enrique reaparecía con su sonrisa de siempre, dispuesto a charlar durante horas y a tomarse los dry martini que fueran necesarios. En esta ocasión, sin embargo, sabíamos que la enfermedad iba en serio. Desde la operación, y en contra de lo que solía hacer, ya no llamó para recordarnos que teníamos una cita pendiente.
Cuando le conocí, yo acababa de cumplir los 11 años y él andaría, más o menos, por los 26. Hacía algún tiempo que había abandonado los estudios en la academia militar de San Javier, y se ganaba la vida dando clases. En una de las paredes del pequeño despacho donde solía atendernos, podía verse colgado el espadín de gala, por el que sentía una cierta veneración. El trato con sus alumnos era bastante relajado. Se limitaba a apacentar el rebaño de manera amable, algo que contrastaba con el tono dominante en la enseñanza de la época. Sin caer en la blandenguería, era lo menos autoritario que uno pueda imaginar, cualidad que mantuvo a lo largo de su vida.
Con Enrique, volvería a coincidir años más tarde, hacia el final de los sesenta, en el Club de Amigos de la Unesco. En la mediocridad y la aspereza de un Alicante provinciano, el club era una isla de libertad donde podíamos charlar y abordar sin precauciones cualquier tema. Allí, entre inacabables conversaciones, cigarrillos y vasos de gin-tonic, Enrique —para entonces ya, el Tato— nos hablaría una y cien veces de su fascinación por Isaak Babel y su Caballería roja. Pero si hubo un autor sobre el que regresaba siempre, era Buzzati, cuyo libro El desierto de los tártaros tanto fascinó a la gente de su generación.
La verdadera amistad con Enrique se forjaría tiempo después, en un efímero periódico, Primera Página. Allí, en aquel diario poco más que amateur, daríamos ambos nuestros primeros pasos en el periodismo. El atractivo de aquella redacción de aficionados, casi todos jóvenes y expuestos permanentemente a no cobrar a fin de mes, no he vuelto a vivirlo jamás. La incertidumbre económica quedaba, no obstante, compensada por el entusiasmo, y una libertad que el director, Pérez Benlloch, administraba en dosis generosas —hasta donde lo permitía el régimen de la época.
Enrique fue un romántico —con todas las virtudes y los excesos del artista del romanticismo— obligado a vivir en nuestro tiempo. Es probable que, en el Alicante de la época, esa fuera la única posibilidad de sobrevivir para un espíritu inquieto. Buena parte de su comportamiento, en ocasiones desconcertante, era el resultado de esa tensión entre la vida real y la soñada. Como novelista, tuvo que enfrentarse al hándicap del lenguaje. Eran de los que creen que el lenguaje literario necesita de un tono superior. No hubo forma de apearlo de una convicción que, a menudo, lastra sus obras con un exceso de elocuencia.
En un cierto momento, Enrique dejó de lado su vocación de novelista y abrazó con entusiasmo la de revolucionario. La transición se produjo de una manera gradual, de acuerdo con las circunstancias del país. Quizá, a excepción de sus comienzos, cuando obtuvo el Gabriel Miró y, poco después, el Sésamo, la literatura nunca le proporcionó la misma satisfacción que su militancia. Cuando en el transcurso de una manifestación, de una asamblea, Enrique debía dirigirse los reunidos, era un hombre feliz. Si, por cualquier circunstancia, se presentaba la policía y la emprendía a porrazos con los asistentes, tocaba la gloria.
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