Fascinante Cesc Gelabert
Es único en escena y su actuación se convierte en un acto de poesía difícil de olvidar
Un artista maduro, en forma, con una personalidad escénica brillante y definida. Un artista cuyo discurso es su arte y su cuerpo su conciencia. A veces irónico, otras secamente tierno, Cesc Gelabert (Barcelona, 1953) es nuestra máxima figura de danza contemporánea en activo y ya hay en él algo de patrimonial que debe ser reverenciado. Fue una acertada elección su modular y cambiante programa de solos para la clausura del festival Madrid en Danza, como también fue lógica y pertinente la selección del lugar: el primoroso teatro del siglo XVIII, muy bien restaurado, dándose un juego comunicativo de proporciones entre espacio y bailarín tan sugerente como equilibrado. De todos sus programas en solitario, este es el más redondo que he visto. Los parlamentos breves con que acompaña los bailes son ejemplares, claros, enriquecen la velada.
Cada uno de los solos, merecería un pequeño ensayo, un estudio pormenorizado de su estructura, desarrollo y marco, porque no hay nada simple, nada gratuito ni banal, el material está dispuesto con precisión en el tiempo coreográfico aportando obras breves, redondas, elocuentes, y eso pasa desde la escultura no-humana ideada por Azzopardi para el principio (una especie de símbolo de lo informe hasta la definición alejandrina de la forma humana liberada o cristalizada por la danza) a la exquisitez del preludio de Mompou, donde las notas anticipan la secuencia dinámica corporal. Todo el vestuario es exquisito, hasta el detalle del coqueto tarbusch escarlata. Los afilados y siempre firmes movimientos de Cesc, en su claridad (desde subir la cremallera de una cazadora para convertirlo en un vector gesto al infinito) se engarzan a la ropa en una unidad trabada y meditada; hasta encontramos una cita de La siesta del fauno de Nijinski cuando al final en bailarín desborda en el suelo, sobre la prenda tendida.
Especialmente ricos fueron la Sardana y Homenaje a Gerhard Bohner (1936-1992), dos estilizaciones de muy distinto signo. Su facilidad para el desplazamiento, esos sutiles equilibrios que acompañan a un giro indicadamente excéntrico, recrean una geometría de hondo calado espacial. Siempre en su estilo (donde las manos rematan faena) la expansión de la línea es magnética. La Sardana de Gelabert es un decálogo de estilización y declaración estética, mientras el solo a Bohner es un tríptico introspectivo que tiene en su sección central (Sarabande de una suite de Bach tocada por Casals) su apogeo de abstracción.
Ya lo apunté hace años: Cesc Gelabert es único en escena y su actuación tiene un poso sapiente que aún basándose en la carga emotiva y en nervio de su baile, no desecha el intelecto, el elevado rigor que hace de la articulación gestual un acto de poesía difícil de olvidar.
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