La piedra japonesa y el bidé
En Virus abunda el reciclado: del huevo de Sankai Juku a las flores de Ohono, pues los ornamentos no pasan de ser trastos escénicos
Para no faltar a una tradición local de tropezar dos veces con la misma piedra (japonesa), casi hora y media de remedo cercano a la parodia del butoh, una danza muy seria cuando se hace bien. Ya los prohombres de esta modalidad de baile moderno nipón, en su primera generación, dudaban de la continuidad, lo dejaron escrito con su pesimismo troncal. Akaji Maro en propiedad es una secuela de aquellos héroes (como Katzuo Ohono y Tatsumi Hijikata). Y mira tú si en Japón no hay arte teatral maravilloso para festejar los 400 años de relaciones entre España y el Imperio del Sol Naciente, pero tocaba piedra.
Como ha escrito una vez el estudioso francés Jean-Marc Adolphe, en el butoh la imitación banal resulta sacrilegio. En Virus abunda el reciclado: del huevo de Sankai Juku a las flores de Ohono, pues los ornamentos no pasan de ser trastos escénicos, pretextos circulados de un lado a otro, como el cocodrilo (inevitable pensar en el logotipo de Lacoste), manejados con torpeza. El movimiento no parte de un hecho intelectual y visceral a la vez, sino que es producto de la impostación teatrera superficial, y lo que es peor, de una moda explotada a mansalva.
Virus
Coreografía y dirección: Akaji Maro; música: Keisuke Doi y Jeff Mills; vestuario: Kyoto Domoto y Mika Tominaga; escenografía: Yasuhiko Abeta; luces: Noriyuki Mori. Compañía Dairakudakan. Teatros del Canal, hasta el 9 de noviembre.
Asexuados en su amaneramiento, aparentemente crípticos, caricaturescos, apenas hay algún momento inspirado que no desborde el sonrojo como el coro de las ocho amazonas, por salvar algo. La mixtificación llega a sustituir los canónicos cuerpos pintados de rigor, por mallas blancas con aplicaciones de pompones de poco gusto. Entre los abismos de la lengua y las costumbres, esto de Virus da primero la risa floja y después, vergüenza ajena.
A pesar de una cierta observancia de simetrías no hay gravedad introspectiva ni esa tensión que es consustancial al género. Exactamente a los 50 minutos, ya se vio todo, incluso la aparición estelar de coreógrafo, pero aquello dura todavía media hora más. El asunto de los objetos llevados al inframundo: las flores, el cocodrilo (puede ser un símbolo de los dinosaurios, pues ya se sabe que son primos) y el asunto espinoso del bidé, que como el animal, está presente todo el tiempo; el público especulaba con que podría ser también un urinario, pero me inclino por la porcelana destinada a la íntima ablución.
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