Franquicia Barcelona
La pregunta ante el Hermitage y BCN World es si concentra o redistribuye la riqueza y si conecta o separa barrios y poblaciones
Venimos de tiempos de claro divorcio entre arquitectura y política, en los que la construcción de infraestructuras vacuas y la creación de pomposas ciudades de la ciencia y la cultura han convivido con la especulación del suelo y la vivienda, para acabar siendo cómplices —si no motor— de la burbuja económica. En estos momentos de estancamiento, merece la pena levantar la mirada y observar dos de los pocos proyectos que ofrecen un horizonte de futuro en la órbita de la ciudad de Barcelona: la instalación de la subsede del Museo del Hermitage en el puerto y la creación de BCN World en la Costa Daurada.
Se trata obviamente de proyectos muy dispares. En el primer caso, hace un año una delegación de la Generalitat encabezada por el presidente Mas y el Consejero de Cultura sellaba en Moscú un acuerdo de intenciones para la implantación del gran Museo de San Petersburgo en un edificio catalogado, propiedad de la Autoridad Portuaria, que sería explotado por unos promotores privados. Poco más se ha sabido desde entonces, y el silencio ha disparado las especulaciones sobre el origen del dinero y los beneficios para la ciudad, mientras crecen los recelos de un sector cultural asfixiado que se siente abandonado y lamenta que la poca energía sea destinada a alimentar cruceros. El fichaje de Jorge Wagensberg como director del proyecto museístico ha calmado algunas críticas (los “prejuicios”, según los promotores) y, a la espera de la presentación de su plan, las administraciones competentes se apresuran a desvincularse del museo (“es una operación privada”) y a asegurar que no le van a destinar recursos públicos, como si los edificios del puerto no fueran de todos y los centros culturales fueran espacios impermeables a la ciudad. El proyecto de BCN World tiene otra naturaleza. Versión edulcorada de Eurovegas, es un resort de 800 hectáreas de casinos, hoteles y parques temáticos que tiene la mirada puesta en un público potencial de 700 millones de asiáticos con alto poder adquisitivo. La nueva ciudad se articulará alrededor de una gran avenida que, según sus impulsores, será una réplica del Passeig de Gracia con tiendas de lujo. Acompañado de socios directamente vinculados a la burbuja inmobiliaria, el Gobierno catalán apadrina el proyecto con la doble promesa de millones de euros de inversión y miles de nuevos puestos de trabajo. Estos días se tramita en el Parlament la reforma legal para rebajar los impuestos del juego, condición exigida por los promotores.
A pesar de sus diferencias, los dos proyectos tienen muchos elementos en común. Ambos utilizan un lenguaje hiperbólico en el que la lluvia de millones se conjuga con superlativos “mega” y “macro” teñidos de una dudosa estética y peor ética. También comparten la desconexión del contexto en el que pretenden instalarse, sin resonar con su historia, sus poblaciones o su entorno geográfico más inmediato. Por esta misma razón, ambos ponen en el centro del debate la cuestión de la accesibilidad en la gestión del territorio, porque el Hermitage propone resolver su difícil acceso con un servicio de golondrinas que lo conecte con la ciudad y BCN World pone el dedo en la llaga de la mala red de infraestructuras públicas que enlaza Barcelona con el resto del territorio catalán. Los dos son iniciativas privadas que reivindican su autonomía de lo público pero admiten que su principal razón de ser es el buen nombre de la ciudad de Barcelona, sedimentado a través de una larga historia, una fuerte conciencia cívica y muchos esfuerzos colectivos, y convertida en marca a posteriori. Ambos apuestan por romper este equilibrio a favor de la promoción de un turismo masivo, vinculado al juego y al ocio, que no visita lugares sino que consume territorios. Estamos, en fin, ante el nacimiento de la franquicia Barcelona: tanto el Hermitage como BCN World coquetean con exenciones legales y optan por la copia en lugar de inventar un modelo propio enraizado en el territorio.
Este panorama plantea algunos interrogantes de fondo. El primero es si, como advirtió el filósofo Bruce Bégout, el modelo de Las Vegas dejará de ser una anomalía para convertirse en una formidable cantera de futuras tendencias urbanas. El segundo lleva a cuestionar quién tiene la última palabra en el gobierno del territorio. Las ciudades siempre fueron un complejo sistema de intereses públicos y privados y su vitalidad nace precisamente de sus tensiones internas, pero esta crisis debería haber servido al menos para evitar nuevas connivencias con un sector del mundo privado sin escrúpulos. En un momento de falta de recursos, los gobiernos deberían servir para poner límites, marcar prioridades y exigir retorno público a las inversiones privadas que viven del bien común. Finalmente, tras el batacazo de la burbuja económica, el debate ante cualquier nuevo proyecto no puede limitarse a saber cuánto dinero promete ni cuánto empleo va a crear, sino que la pregunta debe ser: ¿redistribuye o concentra la riqueza? ¿conecta o separa barrios y poblaciones? En definitiva, ¿hace más o menos democrática la ciudad?
Judit Carrera es politóloga.
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