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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una ‘pocholada’ en Nou Barris

Vas caminando y aparecen las casitas de Can Peguera, diminutas, último vestigio en pie de las ‘casas baratas’

Que el semáforo que está en medio de la calzada de Urgell-Londres apareciera cubierto por una lona, a través de la cual se adivinaba que el poste de luz ya no estaba, hacía presagiar lo peor. Pero no: un enorme cartel de obras explicó que se estaba restaurando, porque el Ayuntamiento de Barcelona cuida “los paisajes pequeños”. Bravo: pequeños paisajes, detalles, el primer semáforo de la ciudad.

Otra señal fue el golpe sobre la mesa cuando la especulación estuvo a punto de hacer sucumbir el histórico bar Marsella. ¿Que no hay manera de renovar el alquiler? Pues el Ayuntamiento compra el edificio entero —se aprovechará para pisos sociales— y esos estantes con botellas opacas, esas maderas ya negruzcas, ese aire espeso quedan guardados para siempre. Son patrimonio.

Un grupo de tres mujeres hablando casi a gritos y riendo, un sábado por la mañana; dos llevan la típica bata de cuadros de trastear por la casa, bata y zapatillas de las de antes. Al lado, dos hombres intentan arreglar una lavadora que han sacado a la calle. Eso también es patrimonio: es una forma de vida ya desterrada de Barcelona. O casi: he llegado a Can Peguera desde el metro, siguiendo las calles circulares que rodean el Turó de la Peira, con sus pinos altísimos. La calle del Travau tiene pisos de protección, lisos, sin balcones, todos iguales. Por una ventana se escapa música flamenca a todo dar. Esto fue territorio de la aluminosis, en este barrio se cayó una casa y murió una persona. Ahora los bloques son aburridos, pero serios. Es un mundo conocido, seguro y gris. Pero vas caminando y aparecen por sorpresa las casitas de Can Peguera, diminutas, como un pueblo de mentira encajado en la ciudad. Cuando he pasado de largo a las mujeres alborotadoras, de golpe me detengo a escuchar el silencio, redondo como una cereza, igual de gustoso.

Can Peguera es un conjunto de 534 casas baratas construidas para los trabajadores —inmigrantes barraquistas— de la Exposición de 1929. Las hay que son un poco más grandes, con una salida que hace las veces de minúsculo jardín. El barrio está impecable: es cierto que hubo que luchar para que el Ayuntamiento lo pusiera al día, enterrando cables, rehaciendo aceras, consolidando los tejados anaranjados. Sigue siendo el barrio con menor renta de todo Barcelona, pero basta con mirar cómo dos o tres personas trabajan en la fachada de su casa, pintando, o esas otras fachadas que lucen orgullosas sus enanitos de jardín, para entender que esto es un privilegio.

Hay flores y árboles robustos, niños jugando, el coche aparcado frente a la casita. En un extremo hay una serie de casas más sólidas, del año 47; las originales han ido recreciendo con construcciones precarias, que supongo que han agregado un trastero, la cocina o el labavo, que en origen no existía.

La ciudad está ahí mismo. Al otro lado de la calle de Urrutia, una plaza flamante se prolonga en un parque: le da nombre el poeta César Vallejo, que lo mira todo desde un busto de bronce. Mira también un espléndido bloque de pisos sociales, muchísimos, de extraordinario diseño: solo la ropa tendida le da un aire popular. Pero al final de la calle un edificio vertical, desaprensivo, de 20 plantas o más, confirma que estamos en Barcelona. Pues bien: el Ayuntamiento ha acabado la tramitación que protege Can Peguera para siempre más. Quedará como último testimonio de las Casas Baratas, porque Bon Pastor, Baró de Viver, todo ha sido arrasado. En esas casitas que ya no están había gente que peleaba por mantener su estilo de vida.

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En la iglesia de Sant Francesc, un edificio modesto de un estilo art déco muy sobrio, otro grupo de mujeres acaban de limpiar. Son voluntarias y también llevan bata. Les pido que me dejen ver el interior y una de ellas me enciende las luces porque, dice, así hace más bonito. Es muy acogedora, insiste, y sí lo es, con techo de bigas, cuadrada, suficiente.

Hablamos del barrio, me cuenta que ha vivido aquí toda la vida. “Esto es una pocholada”, dice de pura satisfacción, usando una expresión que yo no había oído hasta ahora. Me dice que están de alquiler, que cobra el Patronat d’Habitatge. Como a la Administración este trámite le es engorroso, hace unos años intentó que la gente comprara las casas. ¡Alto!, frenó la Associació de Veïns. Me explica la señora que el terreno no es municipal, que pertenece a “una marquesa”, que debe de ser la de Castellbell. Y que eso los ha salvado. “Si se tiran las casas, los terrenos vuelven para ella”, advierte. Yo tenía entendido que se había comprado o cedido el suelo en 1928, pero la historia me gusta, así que decido creerla.

Me voy por la parte alta del barrio: al fondo, un ascensor salva el desnivel. El cuartel de la Guardia Civil ahora es un casal para los abuelos. Cuento dos esteladas, una bandera del Barça y una pancarta de “9 Barris Cabrejada”. La vida, el patrimonio, el grito.

Patricia Gabancho es escritora.

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