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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Una noche cualquiera en la ciudad

Bajo la luz mortecina de las farolas una joven no paraba de gritar, llorar, agitarse y atragantarse, todo al mismo tiempo

Jacinto Antón
Un fotogama de ‘El exorcista’.
Un fotogama de ‘El exorcista’.

Los gritos sonaron en la madrugada. Desperté sobresaltado. La peor pesadilla de un padre: una chica grita en la calle y tus hijas aún no han vuelto a casa. Me vestí como un poseso y poniéndome todavía una camiseta y los zapatos ya estaba bajando las escaleras, saltando los peldaños de dos en dos. Salí del portal con el pulso desbocado, una opresión en el pecho y horribles premoniciones. Bajo la luz mortecina de las farolas una joven chillaba en medio de la calle desierta. Es extraordinaria la manera en que te haces cargo enseguida de una situación así: la adrenalina y el miedo te despejan como el mejor café fuerte. Descarté de un vistazo una riña de novios, exceso de alcohol o de drogas. La chica estaba realmente asustada. Presa de un ataque de histeria no paraba de gritar, llorar, agitarse y atragantarse, todo al mismo tiempo. Traté de tranquilizarla. Se nos unió una vecina del bloque de al lado que, mucho más práctica que yo, ya había llamado a la policía. Balbuceando, la joven explicó de manera inconexa lo que sucedía. Ella llegaba desde la calle de Verdi, subiendo las escaleras, con los auriculares puestos escuchando música, cuando observó a un hombre que se interponía en su camino a casa. Trató de conjurar su miedo y continuó caminando. Se dijo que no pasaba nada, que era su imaginación, como tantas veces. Pero sí que pasaba. Al llegar junto a él, el tipo la agarró del cuello, le arrancó el collar y le arrebató brutalmente el bolso. La empujó a un lado, tirándola al suelo. Y se marchó corriendo hacia el final de la calle. “¡Se lo ha llevado todo, las llaves de casa, el móvil, no tengo manera de entrar en casa, vivo sola”. Esto lo dijo entre espasmos de nervios y terror. La vecina la abrazó en un intento de calmarla.

La joven chillaba aterrorizada en la calle. Cogí la moto y salí en persecución del agresor

Yo sin pensarlo me dirigí a la motocicleta que tengo aparcada frente a casa. La puse en marcha y partí a toda velocidad en persecución del ladrón. La chica había dicho que tenía rasgos árabes (“un moro”), vestía una camiseta de rayas y era muy fuerte. En la amplia y solitaria noche que se abría ante el faro de mi moto todo parecía amenazador y siniestro. Llegué al final de la calle y opté por seguir a la derecha, parecía lógico que el asaltante se hubiera dirigido hacia el parque Güell y su oscuro y boscoso perímetro. Vi un objeto en el suelo y paré. Era un pequeño neceser; lápices de maquillaje asomaban por la cremallera rota. Lo recogí, unos metros más adelante encontré una funda de gafas, dentro había unas Ray-Ban. Sentí una extraña ternura ante todas esas cosas que podían haber sido de mis hijas. Me subió bilis a la garganta. Una mezcla de pena y cólera. Continué hacia el parque, dando gas. Un reguero de las posesiones de la chica indicaba la ruta que había seguido el atacante, a mediada que se deshacía de los objetos que le parecían inútiles. Un jersey fino y otras piezas de ropa, una funda de móvil, un pañuelo, el cordón roto del collar. Lo fui metiendo todo en el cofre de la moto, como si recompusiera el puzzle de una vida ajena.

La noche se espesaba en los linderos del parque, los altos pinos creaban grandes sombras entre los arbustos, los muros y los coche aparcados. Eché un vistazo en los caminos que se adentraban en la oscuridad. La rabia y la adrenalina desaparecían para dejar paso a la aprensión y al desasosiego. Estaba siguiendo a un criminal internándome en la noche, su territorio. Quizá me observaba emboscado, escudriñando mi propósito y mi decisión y sonriendo ante la forma en que se debilitaba mi voluntad de darle caza. Tampoco sabía yo que pensaba hacer, en realidad. El objetivo había sido recuperar las cosas de la joven, cuantas más pudiera. Pero ahora cada metro me acercaba a un enfrentamiento, quizá una lucha. Igual el tío era Saladino. Decidí que no estaba preparado. ¿Y si el asaltante disponía de un arma? Rebusqué en los bolsillos. Un lápiz y dos caramelos. Poco pertrechado iba yo para tal asunto. Di la vuelta, sintiendo unos ojos clavados a mi espalda, mientras creía escuchar una risa burlona.

El hombre que habían capturado parecía el culpable del asalto. "Se hacía el loco", explicó un agente

Cuando regresé junto a la joven la policía ya había llegado. Tres coches de los mossos ocupaban la calle. Se habían sumado a la escena otros vecinos. La chica seguía llorando desconsolada. Le mostré las cosas que había recuperado, despertando su esperanza y la admiración de los presentes. Sentí que redimía mi cobardía. Algo había hecho. Los policías me pidieron información, y por una vez no era si había bebido o pasado la ITV. Les dije dónde había ido, y les puse sobre la pista del atacante huido. Los agentes asentían aprobadores, escuchándome con respeto. Eso me hizo sentir mejor. Partieron dos coches a toda velocidad siguiendo mis indicaciones. Nos agrupamos entonces en torno a la chica, con la solidaridad humana que despiertan las desgracias de los otros. Parecía un animalito herido. Se la veía tan joven y vulnerable. Observé una línea roja en su piel donde le había sido arrancado violentamente el collar. Le había dejado mi móvil para llamar a su familia y entonces llegaron sus hermanos, guapos, jóvenes, preocupados y enfadados como Capuletos. Uno había caminado un trecho y en el calor húmedo y pegajoso de la noche se había quitado la camisa y mostraba el torso desnudo. Se fundieron en un abrazo con su hermana componiendo los tres una conmovedora escultura de amor fraternal. Los demás apartamos las miradas. Crucé la mía con uno de los mossos. Carraspeamos embarazados. Las cosas empezaron a moverse deprisa. Aparecieron dos individuos con aspecto desaseado, pelo largo, barbas. Puede escuchar que informaban a los policías uniformados del arresto de un tipo sospechoso en la zona que yo había patrullado. Eran agentes camuflados. “¡Toma, como en Serpico!”, musitó un vecino. El hombre que habían capturado parecía el culpable del asalto. "Se hacía el loco", explicó un agente.

Sonó un teléfono de la policía. Habían encontrado el bolso de la chica. Estaban dentro las tarjetas, las llaves. Una sensación de alivio nos recorrió a todos. La gente comenzó a dispersarse. Lo que nos había unido desaparecía. Ahí acababa la aventura. Me despedí de la chica que, inopinadamente, me echó los brazos al cuello y me dio dos besos. La vecina también me besó. Regresé a casa extrañamente satisfecho. Me metí en la cama y me dormí, aunque mis hijas no había regresado aún. La noche no había acabado pero entre todos la habíamos conjurado, y yo ya no le tenía miedo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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