Danzad, danzad, malditos
"Es sencillo, pero tan oportunamente tallado al molde de la coyuntura actual que se sirve y se basta para poner en volandas a un millar de personas"
Dado el actual estado de las cosas y la abundante ensalada de subgéneros y estilos susceptibles de verse acuñados bajo una nueva etiqueta, la invención de algo tan genérico como el festival pop nos haría el trabajo mucho más sencillo a quienes lidiamos con la ardua tarea de calificar propuestas como la de Crystal Fighters. Cierto es que, en ese amplio cajón de sastre formado por grupos foráneos que hayan su mejor funcionalidad en cualquiera de los eventos masivos veraniegos al aire libre de nuestra geografía, hay mil y un matices que deslindar. Pero todos comparten unas propiedades euforizantes e indisimuladamente orientadas al baile, cuya capacidad de convocatoria, pasado el estío, no se ve mermada por la sobreexposición a la que se prestan cada temporada.
Crystal Fighters
Sala Noise. Valencia, 11 de septiembre de 2013.
Lo de Crystal Fighters es sencillo, pero tan oportunamente tallado al molde de la coyuntura actual que se sirve y se basta para poner en volandas a cerca de un millar de personas (todo el papel vendido unos días antes) desde el minuto cero de su actuación. La mayoría de ellos, por cierto, fieles al target más joven de nuestra programación festivalera, aunque el miércoles estuvieran bajo techo y enlatados. Lo suyo (lo de la banda londinense, decimos) son esas melodías tan propensas al alborozo que parecen pulidas bajo los efectos del diazepán, ritmos tribales que casan con ese africanismo licuado tan epidérmico de las últimas temporadas (poco importa que los nunca bien ponderados Basement Jaxx ya lo aplicaran hace años con tino en la escena dance) y una cadencia generalmente inmisericorde, a veces muy de zapatilla y tentetieso.
Por si faltaba algo, súmenle a ello últimamente una pequeña ración de estribillos de aliento épico para grandes llanuras, más de un hercúleo riff de guitarra y algún guiño hippioso al amor universal, y obtendrán los ingredientes que explican su anfetamínico show de hora y media corta. Una fiesta sin respiro, indudablemente efectiva, en la que su peculiar frontman Sebastian Pringle (uno no sabría si calificar su look de extravagante, postmoderno, alucinado o simplemente necesitado de atención) ofició de maestro de ceremonias. Por algo le llaman a su nuevo álbum Cave Rave (la rave de la caverna). Eso sí, pese a que presentaran sus temas hace unos días en ese hogar espiritual que es para ellos las cuevas de Zugarramurdi, en Guipúzcoa (los ancestros vascos de un familiar jugaron un papel fundamental en su incepción), apenas tuvimos noticias de la autóctona txalaparta, protagonista tan solo en dos o tres temas.
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