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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Espriu para güelfos y gibelinos

Una cosa es el canon y otra cosa es el dogma. Esa es una confusión muy amateur que embarulla política y cultura. En el caso de Salvador Espriu, quizás consintió alguna vez que su literatura fuese anexionada por la política, por razones que eran nobles y la vez tácticas. Por supuesto, lo sustancial es la vigencia de su poesía, que los lectores la reinterpreten y aprecien. Acaba el Any Espriu, anecdótico, sobredimensionado, hiper-institucional y caro, sin que se vea el resultado que era apetecible y legítimo: significativa afluencia y renovación de lectores para Espriu. Ha faltado el libro de un poeta de inicios de este siglo que renueve y module la vigencia de Espriu. Por ejemplo, un ensayo de Miquel de Palol o de Enric Sòria. La continuidad de una cultura se nutre de ese fluido entre generaciones, del mismo modo que Eliot redescubrió a los poetas metafísicos o la generación del 27 releyó a Góngora. Son reconsideraciones del canon que repercuten en las lecturas de la generación en alza. Con el Any Espriu, algo tan necesario no parece haberse producido.

Prefabricar un Espriu unidireccional es un empeño grotesco. No podemos saber si sería independentista o constitucionalista del 78

Espriu fue constante en su crítica de las características de un país pequeño, donde “nos conocemos demasiado para no hacer nada, para no dejar hacer nada y quejarnos porque no hacen nada ni nos dejan hacer nada”. Para la sátira y la severa mordacidad de Espriu, una “Lavinia” engreída correspondía a Barcelona, del mismo modo que España fue “Konilosia”, lugar tragicómico para las discordias. Propuso una España generosa y abierta, en la que la dialéctica dominador-dominado —decía— fuese sustituida por un tipo de pactismo real y eficaz. A la vez era republicano y en los años sesenta, temeroso de la desaparición de la lengua catalana, criticó el bilingüismo, al tiempo que consideraba el castellano —que usó al comenzar su obra— una lengua “bellísima”. Luego, en 1979: “Creo que ya podemos estar muy contentos con aspirar a la cooficialidad. Si marginamos la lengua castellana, cometeremos un montón de errores y estupideces”. Veía la oficialidad exclusiva del catalán como un “separarse de España”. Consideraba contraproducente e impolítico marginar una lengua universal como el castellano.

En 1975, desde su posición republicana, dijo que la figura del Príncipe de España le merecía —y no “por prudencia”— una gran simpatía. Entonces seguía viendo que la cultura catalana estaba amenazada por muchísimas razones: “Nosotros —los catalanes— somos, en buena parte, responsables de ello”. Antes del restablecimiento de la Generalitat, declara: “Me siento muy vinculado a Josep Tarradellas como persona. Para mí él sigue siendo el presidente de la Generalitat. Me gustaría que hubiera un pacto con la monarquía, pero no sé si ello sería posible”. Y también, en respuesta a un entrevistador: “Concretando, le aseguro que por el momento nos conviene la monarquía, dados los resultados catastróficos de las dos repúblicas”. Seguía convencido del potencial del pactismo. Reafirma su republicanismo, lejos —dice— del separatismo y del marxismo.

Espriu fue constante en su crítica de las características de un país pequeño

Al conocer a Llorenç Villalonga en 1935 le explicó que la revuelta de la Generalitat en 1934 había sido “un disparate vergonzoso”. Padecería la guerra civil por ambos lados, por no considerarse de unos ni de otros. Villalonga había escrito con dureza contra el catalanismo. Espriu le sabía más a sus anchas en castellano y así se cartearon. Aquel epistolario finalmente desapareció. Leerlo hubiese sido algo único. ¿Cómo asegurarse de que la tolerancia sea un atributo de la inteligencia?

Prefabricar un Espriu unidireccional es un empeño grotesco y engañoso. ¿Qué diría hoy Espriu? No podemos saber si sería independentista o si confiaría en el pacto constitucional de 1978. En lugar de situar su obra en los horizontes de la poesía europea, hay un intento de convertirle en un peón circunstancial que de forma no verificable pueda ser arrimado a las tesis políticas que aparentemente están en auge. Todo lo contrario de un Espriu que es patrimonio de todos los lectores que tenga y que tendrá, sean güelfos o gibelinos.

Valentí Puig es escritor.

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