“Era la primera vez que iba en tren”
Los familiares vivieron horas de angustia ante la dificultad para identificar los cadáveres tras buscarlos por hospitales y centros de acogida a las víctimas
“¡Mi niña, mi niña! ¿Qué voy a hacer sin mi niña?”. Una mujer con un vestido veraniego verde rompe de pronto en sollozos, grita y hace temblar la silla, pese al abrazo de una compañera. Es el más clamoroso, pero no el único gemido de dolor que se oye en el exterior del edificio Cersia, en un barrio a las afueras de Santiago donde la Xunta de Galicia ha centralizado la información a familiares de las víctimas del accidente ferroviario. Quizás debido al cansancio —muchos llevaban la noche entera de hospitales, o viajando hasta Santiago— o a que la relación de los gallegos con lo funerario suele ser silenciosa, el ambiente es dramático, pero calmo. Y pese a que en el interior del edificio se apiñan cientos de personas, observados desde el exterior por decenas de cámaras.
En Cersia, el típico edificio público multiuso, completamente anónimo hasta ayer, se fueron concentrando los familiares y amigos que no habían localizado a sus parientes en los hospitales, ni en las listas de heridos graves, leves o dados de alta. Es decir, salvo error, todos los viajeros por los que aguardaban noticias habían fallecido, estuviesen identificados o no. Sin embargo, el lento goteo de identificaciones, que se realizaba en el salón de actos, con la llamada a viva voz “a los familiares de...” era lo que provocaba la catarsis. Y la puesta en marcha de una discreta maniobra.
Las personas más afectadas eran acompañadas por uno de los psicólogos presentes —además de los de Protección Civil, acudieron tantos a la llamada del Colegio Oficial que hubo que confeccionar una lista de espera y unas identificaciones caseras— que los conducían a despachos y cuartos para consolarlos. A media tarde, cuando el ritmo de identificaciones se aceleró y superaba el medio centenar, empezaron a faltar cubículos y tuvieron que habilitar salas en el piso superior. En un par de ocasiones, el operativo tuvo que incluir el formar una barrera con voluntarios de Cruz Roja y Protección Civil para preservar la intimidad de la persona afectada, u ocultarla con una manta.
Pero mientras en el salón de actos no se convocaba a los familiares de nadie, los parientes intentaban descargar la tensión asomándose al porche del edificio, delante de la batería de cámaras, o deambulando como noqueados por las cuidadas extensiones de césped que rodean el edificio. Algunos aceptaban contar su cuita a los medios. “Es la novia de mi hijo, Laura, que venía de acabar un máster en Madrid. Tiene 23 años”, rompía a llorar una mujer en cuanto la interpeló un micrófono. Otra, con un marcado acento andaluz, representaba a un ciento de excursionistas que permanecían expectantes en el salón de actos a la espera de noticias sobre la situación del párroco de la iglesia de Santa Teresa de Colmenar Viejo (Madrid), José María Romeral. “Hay como un ensimismamiento, como una pena, porque aunque no te lo hayan dicho, están viviendo tu tragedia”, comentaba la feligresa.
También se habían resignado a lo peor los tres primos de Manuel Suárez Rosende, un agente comercial de A Susana (Santiago) de 57 años. A pesar de que el de su pariente no era uno de los cadáveres identificados, no tenían esperanzas y como mucho se inclinaban al fatalismo de que fuese uno de los irreconocibles. El mismo fatalismo que a Manuel le hizo coger ese tren y morir a muy pocos kilómetros de su casa. “Fue a Madrid el lunes, como siempre, por motivos de trabajo. Iba siempre en coche o en avión, pero en esta ocasión dijo ‘esta vez voy en tren”, relataba uno de los primos. “Sí”, terciaba otro, “era la primera vez que Manolo cogía el tren”.
En el interior de Cersia, familiares y amigos intentaban animarse intercambiando esperanzas que unos y otros sabían falsas historias. El tío de Tomás López Brión contaba el caso de la pandilla de Torrevieja (Alicante) que decidió darle una sorpresa a sus amigos de Pontedeume (A Coruña) y la altura de Angrois llamaron por teléfono para decirles. “¡Oye, que estamos aquí! ¡Venimos a veros!”. La conversación se interrumpió bruscamente. Un mulato de ojos enormes, Edwin Ynoa, voluntario de Cruz Roja, estaba ayudando la noche del miércoles en las tareas del Alvia, cuando se enteró por teléfono de que Rosalina Altagracia Ynoa su “tía de sangre”, había vuelto sin avisar de Santo Domingo y cogido el tren que su sobrino estaba viendo completamente destrozado.
También circulaba las historias que abonan las teorías sobre la existencia o no del destino. La señora fallecida que cambió de asiento con un chaval que se salvó. O la esposa de un alto cargo bancario destinado en Galicia que iba a pasar el puente con su marido y tenía ya el billete, pero a última hora él decidió que prefería pasar unos días en Madrid. Exactamente al contrario del caso de Carla Rodríguez Revuelta, la directora de la serie Aida entre otros programas televisivos. Decidió aceptar la invitación de una guionista compostelana, para pasar el puente en Santiago y volver juntas a Madrid.
“Quién me decía ayer a estas horas, preparando el mantel y todo, que iba a estar aquí. Ya me decía mi madre: no hagas planes, vive el momento”, decía una de las señoras que custodian a otra, completamente abatida, en la zona donde la organización ha dispuesto teléfonos, wifi y hasta cargadores de móvil para los parientes. “Está esperando noticias de su hija, que venía con su novio de un crucero. Ya ve, barco, avión, y estrellarse al lado de casa”. Intentaban infundirle esperanza, pero su amiga no reaccionaba a ningún estímulo.
La verdad es que los errores actúan en contra. El miércoles por la noche, una mujer de Talavera de la Reina (Toledo), a las puertas de la planta de Urgencias del Hospital Clínico, contaba aliviada cómo, tras apenas dos horas de incertidumbre, logró saber que su marido estaba herido leve, “unos cuantos rasguños y poco más”. Ayer al filo del mediodía, este pasajero pasaba a engrosar la lista negra de muertos. La mujer, con el mismo vestido y visiblemente rota, deambulaba por el centro médico seguida de mucha gente y aferrada a la mano de su hija cabizbaja, de unos 10 años. “Mi marido está muerto”, sollozaba conteniendo la emoción. “Se confundieron con él, esto ha sido un caos... Está aquí toda la familia. Los niños querían conocer el pueblo de sus abuelos, sus raíces gallegas, y él venía en el tren para juntarse con nosotros”.
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