Los corruptos contaminan
Blasco está dispuesto a vender caro su holocausto político antes de ser arrollado por el tsunami judicial que le espera
El lunes pasado llegó el AVE a Alicante y el acontecimiento inaugural se celebró con el fasto correspondiente. Sin embargo, buena parte del interés mediático y de la concurrencia no estuvo tanto en el ceremonial y el alto copete de las autoridades como en el grado de postergación al que podría ser sometida la alcaldesa de la ciudad, Sonia Castedo. Su condición de imputada en el caso Brugal la convertía en foco contaminante y lastraba su idoneidad para ocupar un lugar preferente junto al príncipe Felipe, el presidente del Gobierno, el de la Generalitat y demás personalidades políticas. Ya se percibió la porfía de la munícipe para no perder primer plano en el protocolo y el discreto lugar al que fue desplazada, por más que ella no haya querido darse por enterada. Un hecho insólito por estos lares.
Insólito decimos porque aquí, y al menos hasta ahora, la corrupción política ha gozado de indulgencia social y penal plenaria. Los sociólogos emitirán su dictamen acerca de esta laxitud o indiferencia, que en términos coloquiales podríamos describir como vulgar meninfotisme, alentado estos años pasados por la oleada de precaria prosperidad que anegó el país y que acabó por sumirnos en la miseria que estamos. Mientras fluyó el dinero fácil ¿a quién iban a importarle los enriquecimientos súbitos en el marco de la Administración o a la estela de un chollo político? Con tanto brío nos dedicamos al saqueo del erario que hoy somos la segunda autonomía —detrás de la andaluza— en la cucaña de la corrupción y con tan solo un inculpado enchironado. Artistas que somos.
Algo, sin embargo, empieza a cambiar. Estamos ciertamente muy lejos de que un alto cargo dimita por haber copiado parte de la tesis doctoral que presentó muchos años antes, o por saltarse alguna norma laboral con un empleado doméstico, y no digamos si hace uso privado de un bien o funcionario. Eso tan solo pasa en países con otra moral —mayormente protestante—, otro clima más frío y sólido civismo. Aquí, por seguir con los ejemplos, los políticos se hacen regalar doctorados universitarios, miran hacia otro lado cuando cofrades suyos roban a manos llenas —Emarsa, sin ir más lejos—, o durante años y años se pasan por el arco de triunfo las normas de contratación administrativa para favorecer a sus amigos. Qué filón de temas para el cine negro y qué tropa para Picassent.
Pero algo está cambiando, decíamos. La referida edil alicantina no olvidará la sutil discriminación política padecida por andar empapelada, y resulta evidente que los corruptos con un pie en el banquillo ya no se exhiben con el descaro que lo hacían, por no mencionar la actitud beligerante del molt honorable que, aunque de modo suave y dubitativo, les está señalando el camino del ostracismo, pues trata de no homologarse como jefe de la banda, tal cual aparecía quien le precedió en esa poltrona. Además, la perra crisis económica que nos agobia tampoco propicia las condescendencias de otrora, cuando los perros se ataban con longanizas.
Una excepción hay que anotar a lo dicho, y es la altanería del insigne diputado Rafael Blasco, dispuesto a vender caro su holocausto político antes de ser arrollado por el tsunami judicial que le espera. Está en su derecho a defenderse como crea, pero nos tememos que las alianzas que ha encontrado —la extrema derecha— y su enroque en el privilegio de un escaño es algo tan patético como la soledad en que le ha dejado su propio partido.
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