Un desastre irresponsable
'Sorolla' es un quiero y no puedo que no resiste ser comparado ni con los coros y danzas de antaño
Estamos ante un doloroso y gravísimo problema ético y estético que trasciende a una producción fallida. Sorolla es un quiero y no puedo que no resiste ser comparado ni con los coros y danzas de antaño, que eran mejores y respiraban una cierta autenticidad que aquí escasea de principio a fin. Será verdad aquella frase de que el pasado siempre vuelve, pero con su peor cara, como un Jano que advirtiera de lo inevitable del juicio justo.
La articulación de los elementos de la tradición folclórica dentro de un contexto contemporáneo y estilizado debe atender en primera instancia a la sapiencia de esa materia, desde el sostén musical al estilo, desde el cromatismo al referente antropológico de cada danza, que por distinto y singular, garantiza la variedad de la presentación, sus propias matizaciones y sus particulares vehículos expresivos. Sin demasiada abstracción, lo anterior, tan elemental y primario, vale y está presente, por ejemplo, en las pinturas de marras. Y claro, eso es la danza, respetarla.
¿Es que no hay un control de calidad (moral) en la dirección del BNC?
Joaquín Sorolla se cuidó de cualquier exceso, sus citas de la estampa vernácula, aún dentro de la moda y los modos de su tiempo, atienden a un refinado instinto en la versión; son elegantes los lienzos gigantes de la Hispanic Society de Nueva York, que permanecen porque esa estampa no está sacrificada sino sometida al estilo. Otro extremo que vale para el baile.
Un programa de mano manipulado y poco claro no explica qué coreografía es de quién, dejando en el aire la responsabilidad sumaria del desastre. A río revuelto, una obra a ocho manos que no tiene ni pies ni cabeza, que desborda límites racionales y epata, con poca cultura en lo específico coréutico y en lo periférico ambiental. El ballet no es el circo. Nunca debe serlo.
La manipulación roza lo intolerable cuando ese audiovisual digno de una feria de muestras entra a saco con las pinturas, las trocea y corrige, agrega pétalos que caen incesantes, palomitas que aletean, oleajes, suntuosas cornisas doradas y más inútiles efectos especiales domingueros. Incluso la idea de la gasa transparente frontal es ajena: recuérdese Vienna: Lusthaus (1986) de Martha Clarke.
Hay cuadros enteros que dan desde vergüenza ajena hasta risa floja: esos nazarenos de terciopelo, esos toreros arco iris o esas valencianas psicodélicas y fluorescentes, esos baberos pintados para sustituir las joyas del traje charro salamantino mueven a varias preguntas: ¿es que no hay un control de calidad (moral) en la dirección del BNC? ¿Es que se han perdido el norte y los papeles hasta el punto de convocar un equipo por foráneo ignorante de lo que perpetra? ¿Va a algún sitio este intento de falso tipismo que repugnaría hasta al turista de tablao? ¿Alguien que lea música oyó esta partitura imposible antes de santificarla? Podría extenderme en odiosas comparaciones. En el repertorio del BNC están las danzas vascas de Guridi, las de Falla, las de Turina, la Galaica de Halftter, todos ejemplos magníficos que no atronan ni repican sino que acompañan la danza, la ilustran.
La plantilla, que está en un momento de inseguridad, trufado de niveles e incorrecciones manifiestas, se mueve con notoria incomodidad en esta vertiginosa pesadilla de cuadros, un entra y sale marcial que aleja toda modulación y que iguala en tabla rasa falsaria unos bailes muy diferentes entre sí tanto por planimetría como por estilo. Lo de la jota aragonesa tiene delito. Dura más de lo aconsejable: una hora y 45 minutos sin pausa, sin respiro, sin freno.
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