Al César, la función
La obra relanza el Festival Shakespeare y reconfirmar que Mario Gas es un actor de grandeza shakesperiana

Este Julio César de Paco Azorín habrá valido fundamentalmente para dos cosas: de entrada, para relanzar al Festival Shakespeare tras verse suspendido durante dos ediciones (el montaje ha agotado las entradas para los dos días), y después para reconfirmar que Mario Gas no es solo un gran director de actores sino además un actor de grandeza shakesperiana. Su presencia en escena, su voz y cómo la modula, su energía y la fuerza de sus palabras y acciones, en fin, su trabajo apoderándose del personaje que da título a la obra justifica de largo que Casio se pregunte de qué se alimenta este César para haber crecido tanto. Al César, pues, lo que es del César. Y aunque darle la función entera parezca un poco exagerado, lo cierto es que su composición de este semidiós romano lo impregna todo pese a sus pocas apariciones, sirviendo así a los propósitos de la obra.
Julio César
De William Shakespeare. Traducción: Ángel-Luis Pujante. Dirección y escenografía: Paco Azorín. Intérpretes: Mario Gas, Sergio Peris-Mencheta, Tristán Ulloa, José Luis Alcobendas, Agus Ruiz, Pau Cólera, Carlos Martos, Pedro Chamizo. Iluminación: Pedro Yagüe. Vestuario: Paloma Bomé. Teatre Romea. Barcelona, 11 de junio.
El montaje tiene otros méritos. En hora y media compendia a buen ritmo esta tragedia de trama sencilla y lenguaje llano. La poda que sufre el texto y que lo deja en los ocho personajes masculinos más relevantes obedece a una voluntad de centrarse en lo esencial, la fuerza de las palabras y su manipulación en favor del poder, y en evitar al máximo el declive que sufre con los dos últimos actos, una vez César ha sido asesinado, y Bruto y Marco Antonio han pronunciado sus respectivos discursos. La disposición del espacio escénico, dominado por un impresionante obelisco que los intérpretes tumban al suelo antes de la guerra final trasladándonos de repente a Bagdad y al derribamiento de la estatua del dictador Saddam Hussein, con todo su simbolismo, y su mutación a lo largo de la función (las sillas, por ejemplo, que acaban siendo la pira funeraria de Julio César) es tan eficaz como su acromatismo, con el que destaca el rojo sangre reseca del manto del dictador asesinado.
En este escenario en blanco y negro, las sombras aparecen también con el papel que desempeñan algunos intérpretes. En las antípodas del Julio César de Mario Gas se sitúa el joven Octavio de Pedro Chamizo. Y entre uno y otro, el resto, cada cual desde su propia manera de hacer. El Casio de José Luis Alcobendas es persuasivo pero transmite su resentimiento con cierta estridencia; Al Marco Antonio de Sergio Peris-Mencheta le falta sentir lo que dice para que las pasiones que despliega, durante su famoso discurso por ejemplo, no parezcan fingidas; me cuesta distinguir ahora mismo entre Casca (Agus Ruiz), Decio (Pau Cólera) y Metelo (Carlos Martos); suerte que Tristán Ulloa da muy bien la lucha interna de Bruto y su esfuerzo por convencerse a sí mismo de la necesidad de acabar con la vida de quien siente por él un amor paternal.
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