Ricard volaba más alto
El enemigo estaba en su propio partido, el PSPV, astillado en familias y clanes
Los próceres valencianos no han sido propensos a escribir sus memorias o biografías, lo que a menudo nos ha desprovisto de los mejores testimonios para comprender muchos episodios de nuestra historia. A juicio de Ricard Pérez Casado, quien fuera alcalde de Valencia entre 1979 y 1988, esa inhibición se debe al “acentuado rencor por la palabra escrita”, que al parecer es uno de nuestros rasgos idiosincrásicos. A él no le debe de afectar esa inquina porque acaba de publicar sus propias memorias políticas, 1977-2007, bajo el título Viaje de ida, editadas por Publicacions de la Universitat de València. Casi 500 páginas escritas en un excelente y desinhibido castellano merecedoras de una glosa que desborda este acotado espacio.
Se trata de un viaje denso e intenso por la vida política en el que la alcaldía del cap i casal durante las fechas anotadas fue la estación más determinante y convulsa del trayecto, aunque no la única. Rememora Ricard —y toléresenos la franquía del trato— la ciudad que se encontró, dormida, pobre y desprovista de los más elementales equipamientos. Ciclo de agua potable, alcantarillas, colectores, transportes públicos, burocracia anquilosada, un tupido frente de necesidades que, en suma, constituía el legado de la larga noche franquista. Y sobre esta ruina, y eso es lo notable, alentó su pasión por la ciudad, concebida como vivero de libertades y referente vertebrador de lo que siguen siendo dos frustraciones: el Área Metropolitana y el mismo país. Un discurso insólito, por novedoso, y poético en tanto que ambicioso.
A las referidas urgencias se añadió un programa sin precedentes que cambió la fisonomía de Valencia. El viejo Turia se transformó en jardín y río de cultura, se recuperó El Saler, casi desforestado por el ladrillo y el delirio, se elaboró un Plan de Ordenación Urbana que diseñó la ciudad del nuevo siglo y, todo al tiempo, se alumbró una singular proyección cultural en el Mediterráneo. Seguro que olvidamos otras hazañas, pero lo que no debemos dejar en el tintero es que todo este ingente trabajo se llevó a cabo en lucha con la oposición, cuyo portavoz —“histriónico y demagógico”— se atenía al lema de que “en política vale todo”. Con esta ética por montera se comprende mucho de lo que la derecha nos trajo después.
Pero éste era el adversario. El enemigo estaba en su propio partido, el PSPV, astillado en familias y clanes que, junto al mismo presidente de la Generalitat y algún consejero, “nunca entendieron la oportunidad que tuvimos”, escribe Ricard, que relata algunas de las zancadillas y ajusta cuentas con no pocos de sus presuntos compañeros, a quienes cita y hasta crucifica. Omite el nombre de quien dio el cante al diario decano de Valencia acerca del día y hora que se planificó el desmontaje y traslado de la estatua ecuestre del dictador que lucía en la plaza del Ayuntamiento. Una cortesía para con la extrema derecha, tan enardecida entonces, y un serio riesgo para quienes realizaron la llamada Operación Eleftería. El felón fue el concejal Fernando Millán.
Algún comentario requeriría la misión desempañada en los Balcanes (1996) y su tránsito por las Cortes Generales (2000-2004), así como sus reflexiones sobre la reivindicación de la política. No nos caben. El corolario de todo ello sería, en cualquier caso, que Ricart es un verso suelto en su partido, donde ha volado más alto por imaginación, por coherencia, por audacia y por socialista.
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