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El laberinto mental del celador de Olot

Joan Vila, asesino confeso de 11 ancianos, era una persona en tratamiento desde los 20 años Tenía una “depresión mayor” agravada por su “discordancia sexual”

El celador del geriátrico La Caritat, en Olot (Girona), durante el juicio.
El celador del geriátrico La Caritat, en Olot (Girona), durante el juicio. ROBIN TOWNSED (EFE)

El celador de Olot (Girona), asesino confeso de 11 ancianos en la residencia La Caritat, asiste estos días ensimismado y cabizbajo al juicio por sus crímenes en la Audiencia de Girona. Solo el continuo movimiento de las manos, tocándose una con la otra, delata que Joan Vila no está tan calmado —o aturdido— como parece. Tampoco su aspecto un tanto descuidado, los kilos que ha ganado entre rejas y su rostro hinchado, posibles señales de su estancia en la prisión de Figueres en la que lleva más de dos años recluido, conforman toda la verdad sobre el celador: “Es un hombre mucho más curtido y duro que cuando le conocí”, admite su abogado, Carles Monguilod.

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Joan Vila, de 47 años, lloraba sin parar el día que le detuvieron, el 18 de octubre de 2010. Fue él mismo quien confesó a la policía que había acabado con la vida de Paquita Gironès, una mujer de 85 años, obligándola a beber un líquido desincrustante muy ácido en su habitación de la residencia. Gironès fue su última víctima: antes habían caído otras 10, según su propio testimonio. El celador asegura haberles suministrado cócteles de pastillas o sobredosis de insulina —las ocho primeras, a las que concedió una muerte menos dolorosa— o lejía y ácido —las tres últimas, que murieron tras una terrible agonía—. El fiscal del caso, Enrique Barata, un hombre de suaves maneras, le ofreció entonces unos pañuelos para poder seguir con el interrogatorio. Ahora pide para el celador 194 años de cárcel.

Vila ha estado en tratamiento psicológico desde los 20 años, cuando su madre le llevó a un terapeuta por sus continuas depresiones y obsesiones, “que en casa no entendían”, explicó a los médicos forenses del Instituto de Medicina Legal de Cataluña que le examinaron en la cárcel, según ha sabido EL PAÍS. Frente a los distintos psicólogos y psiquiatras que le han tratado, Vila se ha presentado como alguien débil, influenciable y con graves problemas de autoestima, en parte derivados de traumas asociados a su homosexualidad, que sus propios padres desconocían. “Si estoy con alguien que opina negro, digo negro; si después estoy con otro que opine blanco, digo blanco”, relató. Pero hay algo que Vila, a la vez espontáneo y muy retraído, no había contado nunca.

“Yo antes de los 13 o 14 años me ponía los tacones o la ropa de mi madre en casa”, contó a Miguel Ángel Soria y Lluis Borrás, los dos expertos citados por la defensa como peritos para presentar su evaluación del acusado. Soria —psicólogo y profesor de la Universidad de Barcelona— y Borrás —psiquiatra y médico forense— comparecerán la próxima semana ante el jurado popular y defenderán que Vila “se siente una mujer atrapada en un cuerpo de hombre” y que “no soporta que le llamen maricón”.

Los doctores han determinado que el celador sufre un trastorno de la identidad sexual reprimido al que no ha sabido enfrentarse, lo que le ha llevado a renunciar a “su propio camino de la felicidad”, refugiándose en casa de sus padres. Según estos expertos, Vila sufría una “depresión mayor”, agravada por esa “discordancia sexual”. Fue su propia vulnerabilidad la que le hizo desarrollar “compasión” por los ancianos, aunque fuese una compasión mal entendida.

“Se siente una mujer atrapada en un cuerpo de hombre”, afirma un psiquiatra

Hijo de obreros —él, en una fábrica de embutidos; ella, en una empresa textil—, Joan Vila Dilmé nació en un ambiente protector y controlado. Estudió la EGB en la escuela de su pueblo —Castellfollit de la Roca, un núcleo de unos 1.000 habitantes de la comarca de La Garrotxa—, donde “era un niño normal que se relacionaba con los demás”, según un vecino cuya mujer fue compañera de clase del celador.

Cuando cometió los crímenes, Vila había vuelto a vivir a Castellfollit, frustrado tras montar una peluquería en Figueres y no lograr que el negocio funcionara. Una de las versiones que corre por el pueblo es que su socia le estafó y huyó con el dinero.

Sus padres, de 76 y 77 años, viven estos días casi recluidos a la espera de que termine el juicio. Han decidido no leer periódicos. “Son gente humilde y discreta. Se les ha caído el mundo encima”, relata un conocido, que pide el anonimato. Castellfollit ha cerrado filas con la familia: “Los primeros días, los padres no salían de casa de la vergüenza que les daba. Todo el mundo les ayuda”, cuenta otro vecino.

Pese a lo que pueda indicar su aspecto, Vila se ha adaptado bien a la vida en la cárcel. Él mismo lo reconoció el primer día del juicio cuando, en un arrebato de locuacidad, estuvo durante casi tres horas contestando a las preguntas de Barata y de los cinco abogados que participan en la causa. “No me preocupa la cárcel. Yo en la cárcel, pim-pam”, exclamó. Tras unas primeras semanas difíciles —los internos le llamaban “mataviejas”—, Vila se ha convertido en un preso ejemplar, dócil, educado, que se pasa el tiempo leyendo. “Llama a sus padres siempre que puede y ellos le van a ver una vez a la semana”, relata Monguilod.

Una de las obsesiones del celador, según él mismo repite, es que no podrá ocuparse de atenderlos en los achaques propios de la vejez.

Dice el fiscal: “Ideaba los crímenes para que nadie supiera que él era el autor”

En contra de la tesis del fiscal y las acusaciones particulares, que sostienen que Vila era plenamente consciente de sus actos y debe ser responsable penalmente de ellos, la defensa del celador argumenta que este sufre una “alteración psíquica” que le hacía pensar que lo que hacía a los ancianos era “moralmente bueno”. Es lo que determinaron los médicos forenses del Instituto de Medicina Legal. Aunque la opinión del coordinador de la unidad hospitalaria de la cárcel de Brians, Álvaro Muro —que también le evaluó— es muy distinta: el celador mataba para sentirse poderoso, por puro “hedonismo”. Todos los psicólogos y psiquiatras que han examinado a Vila desfilarán la próxima semana por la Audiencia de Girona en unas declaraciones que serán determinantes para el devenir del caso.

Con tono teatral y hasta indignado, el celador se ciñó en sus respuestas al guion marcado por la estrategia de defensa. “Cuando me dijeron que había cometido un asesinato, pensé: ¿Asesinar, yo? ¡No, no, no!”. El celador insiste en que lo único que buscaba era “ahorrar sufrimiento a los ancianos”, muchos enfermos crónicos y con elevada dependencia. “Yo nunca he pensado que las mataba, que era yo quien las mataba”, dijo. El problema para él es que ninguna de sus víctimas le pidió nunca “ayuda para morir”, la expresión que él siempre usa, y que los métodos que utilizó al final de su deriva homicida no casan con la imagen de un ángel de la muerte. Las tres últimas víctimas, que murieron en menos de una semana, presentaban quemaduras internas causadas por los productos cáusticos que el celador supuestamente les hizo tragar.

“Planeaba los asesinatos, los decidía y los ejecutaba de forma que nadie supiera que había sido él”, argumenta el fiscal Barata. En las tres horas de declaración de Vila, nadie le hizo una pregunta que, probablemente, hubiera desmontado al hombre: ¿Se hubiese comportado con sus padres como lo hizo con esos ancianos?

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