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rock | low
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ceremonia del silencio

Los 600 fieles que asistían al estreno de 'The invisible way' contenían la respiración durante las interpretaciones, temerosos de agitar la atmósfera

A la entrada de los conciertos de Low debería constar una advertencia sanitaria, como en las montañas rusas o los detectores de metales. “La organización no se hace responsable de que estos músicos agudicen su astenia”, podría rezar, ante la certeza de que el trío de Duluth no aportará un solo argumento para la euforia. El tono compungido forma parte del ritual, y del encanto, de una banda tan fabulosa como espiritual y ensimismada: los 600 fieles (nunca mejor dicho) que asistían anoche al estreno de The invisible way contenían la respiración durante las interpretaciones, como temerosos de agitar la atmósfera, y prorrumpían en grititos a cada acorde final.

Dicen que el matrimonio mormón integrado por Alan Sparhawk y Mimi Parker, con el rubio Steve Garrington como tercero en discordia, son gente risueña, empática, deliciosa. Hasta que cae la noche, tiñen de negro todo su vestuario y se erigen en oficiantes de la más devastadora melancolía. El repertorio, desde Plastic cup a On my own, Clarence White y la inmensa mayoría del nuevo álbum, es cadencioso, solemne; parco en florituras pero pletórico de emociones. Sparhawk eleva una poderosa voz fúnebre, oración perpleja y dolorida. La dulce desolación de Mimi brilla más en esos valses acongojados que, como Holy ghost o Especially me, exploran los mismos territorios yermos de Cowboy Junkies.

No hay un solo aspaviento, una sola palabra. La insólita cuenta atrás inicial en la pantalla gigante parece una ironía: a la llegada del segundo cero no acontece ninguna explosión sonora, sino casi un gemido de guitarra. Los músicos no se miran entre sí, porque para ello tendrían que mirar a alguna parte. Esos ojos entrecerrados constituyen, más bien, el pasaporte para su universo de sombras e incertidumbres. Y las inquietantes proyecciones antiguas —exhibiciones aéreas de los años veinte, descoloridas panorámicas costeras— remiten a momentos inabordables, realidades extintas.

Pocos temas escapan a la norma. Alan y Mimi son una actualización cariacontecida de Gram y Emmylou, y solo en Monkey (guitarras que reverberan, bajo galopante) parece que Daniel Lanois les hubiera cursado una visita furtiva. En su impenetrable ceremonia del silencio, Low conmueve tanto por lo que dice como por lo que calla.

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