La musa narcótica
La cantante neoyorquina se muestra plana, lánguida, aburrida e inexperta, pese al fervor del público en La Riviera
En la vida, por definición, pasan cosas raras. En el mundo de la música, puede que aún más. Por ejemplo, que una artista como Lana del Rey, lánguida y somnolienta, agote las localidades con meses de antelación y disponga de seguidores que montan guardia desde el mediodía a las puertas de La Riviera. Incluso más de sesenta personas se quedaron sin concierto porque sus entradas eran falsas. Algunos se llevarían un buen disgusto, pero el espectáculo que se perdieron fue un fiasco soberano y manifiesto, el anodino paripé de una muchacha que confunde a las pin-ups de hace medio siglo con la pacatería insulsa. Lizzy Grant quizás constituya un reclamo magnífico para vender bólidos de alta gama o jerseys de un emporio sueco. Como artista musical, en cambio, y más después de lo visto anoche, podemos ahorrárnosla.
Del Rey aparece modosita, con un vestido de tirantes hasta media pierna, floripondio en la cabeza y profusa utilización de laca. En lo estético parece una versión pazguata de Amy Winehouse: una aberración desoladora. Y en lo escénico, parece que asistiéramos más a un plató televisivo que a una sala de conciertos. El decorado de Lana incluye una colección de candelabros, leones y hasta unas palmeras. Y este último detalle, hallándonos en La Riviera, no sabemos si atribuirlo a un pitorreo del destino.
La sesión arranca con Cola y una sobrevenida diva neoyorquina que, asomada a las primeras filas, pretende mostrarse cálida, sonriente y cercana. En realidad sobresalen su voz temblona y la incapacidad de dar instrucciones a los técnicos sin que nos enteremos todos. El público le dedica sonoros "I love you" y algún castizo "¡tía buena!" sin distingos entre gargantas masculinas y femeninas, pero la maquinaria no acaba de funcionar hasta el quinto tema, Carmen, donde por vez primera escuchamos al cuarteto de cuerda. E incluso descubrimos que el guitarrista no es un mero figurante.
Del Rey quiere parecer sugerente y sensual como Kate Bush, pero su ronroneo es plano, monocorde. Recrea Blue velvet con resultados más próximos al letargo infantil que a las alucinaciones estéticas de David Lynch. Esboza Knocking on heaven's door y se disparan las alarmas: no solo hemos "nacido para morir", como reza el título de su primer álbum, sino que los bostezos a las puertas del cielo nos descoyuntarán las mandíbulas.
La presunta nueva mujer fatal no pasa de musa narcótica. Pero todo es susceptible de empeorar. Y así sucede con el tema final, National anthem, para el que Del Rey nos reserva una coda instrumental soporífera, unos inacabables "minutos de la basura". El anticlímax propicia una reflexión inquietante: aún más aburrido que un concierto de Lana del Rey es un concierto de Lana del Rey sin Lana del Rey.
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