La impunidad moral
En Eduardo Zaplana se encuentra el germen de convertir la política en un estercolero
De entre las muchas tropelías protagonizadas por los dirigentes de la derecha valenciana recuerdo especialmente una de la que fui testigo involuntario pero atónito: un Eduardo Zaplana, entonces presidente de esta desdichada comunidad, que escapaba corriendo junto a algunos de sus consejeros por la puerta trasera del Palau de la Generalitat para evitar vérselas con una manifestación de no más de cincuenta personas que tenía lugar ante las puertas de la entrada principal. Lo recuerdo exultante, ufano, pachanguero, y ya en la plaza de la Virgen, a salvo de los pobrecitos que en vano lo esperaban en la salida, compadreando con chulería con sus subordinados y rebosante de un recochineo de chuleta ante semejante hazaña. Desde entonces calibré la catadura del sujeto: un tipo que escapaba a la carrera de sus obligaciones para celebrarlo entre risotadas tabernarias ante sus compinches, con esa torpe alegría de los niños que hacen novillos en el cole una mañana de primavera, pero también con esa complicidad de los subordinados que le permiten ocupar el primer puesto en la carrera y con ese desdén de bachillerato hacia la protesta que reclamaba su presencia como representante político de todos los valencianos.
Se trata solo de un detalle sin importancia sobre cómo se las gastaba aquel tipo y de su propensión a la fuga en asuntos problemáticos, aunque no tuvieran más entidad que la de un pequeño disturbio doméstico, si bien todo apuntaba ya hacia una cierta cobardía hacia problemas menores para envalentonarse en los asuntos de mayor enjundia, como los casos fraudulentos de Terra Mítica y tantos otros, auténticos modelos de una repostería innecesaria que ocultaban bajo la capa del merengue diversas tropelías de un calado espeluznante. En Eduardo Zaplana se encuentra el germen valenciano de una manera de hacer política absolutamente resuelta a convertir tan noble actividad en un estercolero infecto en el que importa más el beneficio de los amigachos que la atención a las necesidades de los ciudadanos.
A la hipocresía política nos acostumbramos pronto, ya que a fin de cuentas, incluso en una democracia más o menos fingida, estamos siempre en el oscilante terreno de los que mandan y los que obedecen. Pero llama la atención el número de los obedientes, otorgando mayorías absolutas a los fantasmones de siempre durante muchos años, tal vez fiados en la impunidad moral, y muchas veces también judicial, que los poderes públicos regalan a los estafadores de postín. Sin ir más lejos, ahora mismo un tipo como Rafael Blasco intenta, sin mucho éxito, que sus indecencias vayan apagándose al compás del proceso judicial hasta alcanzar la insignificancia en la que él mismo se ha convertido. Y Alberto Fabra se convierte cada vez más en ese figurín de discoteca para mayores que poco tiene que decir, casi nada que hacer, y con medio banquillo empapelado en muy turbios asuntos. Tal vez haga de la mujer del César, pero aún ese papel parece sobrepasarle como figurante. Gustaba más Zaplana. Era más divertido en sus temibles ocurrencias.
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