Los noventa eran suyos
El grupo de Birmingham logra tres cuartos de entrada en La Riviera pese a su anodino disco
Difícil acertar con los pronósticos previos ante un concierto de Ocean Colour Scene. A su favor, el arrollador aval de una trayectoria irreprochable durante la segunda mitad de los noventa, de lo mejor que se coció por tierras británicas más allá de las mediáticas zancadillas entre Oasis y Blur. Y en el plato de las incógnitas, todas las que sugiere ese reciente décimo disco, Painting,tan anodino que ni le ha podido salvar la cara la prensa londinense más afín.
Puede que la incertidumbre que genera tan romo asidero acabe sustanciándose en el extraño repertorio de anoche, que solo hace escala en cinco (mediocres) temas nuevos pero también omite algunos clásicos incontestables (Mechanical wonder) para rescatar viejas maravillas (Emily chambers) que, en tiempos de abundancia, pasaron inadvertidas. Pero el predicamento sigue ahí, suficiente para llenar en tres cuartas partes La Riviera. Una sala que, por aquello de integrarse con una banda a la que catalogan en el rock tradicionalista, volvió a sonar a su antigua usanza: saturada como una casete de mercadillo.
La acústica nos privó, por ejemplo, de regodearnos con la preciosa voz de Simon Fowler en la franja aguda. El concierto arrancó átono y falto de velocidad, como si el quinteto mirase la hoja de repertorio y se resignara a tener que completarla (84 minutos justos) para enfilar el catre. Ni siquiera la inyección de electricidad de Doodle book sirvió como revulsivo; solo el latigazo de The riverboat song, uno de los mejores riffs de guitarra en la historia del blues-rock, actuó de acicate. Más por lo imaginado que por lo verdaderamente percibido.
Llegó un segundo fogonazo de euforia con Profit in peace, uno de esos himnos tan bien hechos que se repite mil veces y podría seguirse coreando otras tantas más. Pero la extraña colocación del cancionero volvió a amortiguar los ánimos, por más que OCS siempre invitan en sus temas al juego melómano: el soul juguetón en la base rítmica de This day should last forever, la cita fugaz de Live forever (Oasis) al final de Robin Hood, el tarareo de Good night, de los Beatles, antes de despedirse con The day we caught the train, esa pieza que con tanto gusto habría paladeado Lennon.
Alguien tuvo la hábil idea de escoger como teloneros a los barceloneses Stay, un quinteto que accede a la psicodelia a través de Manchester y suena a Oasis o The Stone Roses con órgano Farfisa (que es como un Hammond tras pasar por la liposucción).
Ellos esbozaron unas coordenadas geográficas y estéticas a las que Fowler y el guitarrista Steve Cradock siguen tan fieles como siempre: Small Faces y Steve Marriott, Paul Weller en solitario y, sobre todo, una versión sin flauta de Traffic, quizás el mejor grupo de la historia entre los que nunca han optado a esa denominación.
Es decir, los de Birmingham siguen a lo suyo, acaso un poco más sosegados. Pero sin que podamos eludir la sensación de que los noventa eran suyos y hoy solo constituyen un recuerdo entrañable de aquello.
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