El hacha de Bernhard
Imágenes en blanco y negro de una máquina industrial que destripa unos peces enormes, posiblemente unos atunes que acabaran enlatados; decenas de botellas de champán vacías dispuestas como si fueran bolos sobre unos palés; un sillón orejero y ovejero por la mullida lana de la tapicería que lo recubre; un bonsái y una alfombra. La puesta en escena de Tala intenta convertir el monólogo de su protagonista en una festiva acción performántica que empieza y acaba con Barry White; una combinación, cuando menos, curiosa, pues el mejor soul-disco no parece predisponernos precisamente para el hacha contra el mundo artístico e intelectual que desenfundó Bernhard a mediados de los ochenta con este texto. Y es que el autor austriaco, gran revulsivo de la autocomplacencia en la que se instaló la intelectualidad europea tras la posguerra, no deja aquí títere con cabeza.
Tala
De Thomas Bernhard. Traducción: Miguel Sáez. Creación: Juan Navarro, Gonzalo Cunill. Dirección: Juan Navarro. Intérprete: Gonzalo Cunill. Sala Beckett. Barcelona, 17 de abril.
Novela de apenas 200 páginas sin un solo punto y aparte, Tala es el relato en primera persona de una velada, una “cena artística” en casa de unos mecenas. Mientras todos están esperando la llegada del invitado especial de la cena, un conocido actor del Burgtheater de Viena que aparecerá en cuanto acabe la función, el narrador da cuenta del desprecio que siente por la sociedad cultural de la capital austriaca despellejando a los comensales que lo rodean, y despachándose especialmente a gusto con su teatro nacional.
Juan Navarro y Gonzalo Cunill han llevado la novela al escenario y aunque no hagan falta ni peces, ni botellas —en todo caso el sillón como rincón que propicia el recuerdo— para apreciar su vigencia y lo bien que sigue encajando en el aquí y en el ahora mismo, sí que resulta imprescindible contar con un actor capaz de encarnar a ese narrador tan obsesivo y reiterativo como lúcido; de dar forma a esas palabras que se siguen torrencialmente; de dar esos hachazos iracundos con la dosis ajustada de neurosis para que no nos distanciemos de él y sigamos lo que nos cuenta con el interés que nos despierta un sabio si acaso un poco loco. Gonzalo Cunill consigue todo eso; se hace el texto suyo sin esfuerzo aparente; se pasea y se arrastra por entre las botellas mientras evoca analíticamente esa velada como si la recordara por primera vez y, al mismo tiempo, la diseccionara. No me molesta la simbología del espacio escénico ni desde luego Barry White, aunque no le veo mucho sentido a las acciones que Cunill lleva a cabo con los elementos que lo rodean; prefiero en cualquier caso su extraordinario trabajo con la materia prima de Tala, ese chorro contra la impostura de la élite artística e intelectual.
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