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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una casa por cimentar

El proyecto de Casa Mediterráneo nunca tuvo una línea definida

El lunes pasado se inauguró en Alicante la Casa del Mediterráneo, una institución creada para “favorecer el conocimiento mutuo entre España y los países del Mediterráneo”. En una ciudad donde rara vez suceden cosas de interés, el acto se presentaba a priori como una oportunidad para animar el desfallecido pulso ciudadano. Pues bien, nada de eso sucedió. Pese a la presencia de dos ministros del Gobierno, del presidente de la Generalitat y de varios embajadores, el suceso tuvo un carácter más bien discreto. Los discursos que se pronunciaron fueron —a excepción del de García-Margallo— discursos de circunstancias, retóricos, faltos de convencimiento. Se diría que, al igual que nos sucede a los ciudadanos, los políticos han perdido la fe. La exposición de Alberto Fabra, en particular, careció de cualquier sentido de la realidad: proponer, a estas alturas, la Comunidad Valenciana como un ejemplo para otros países es exponerse al ridículo. ¿Quién puede confiar en este hombre?

El alicantino tampoco ha recibido con excesivo entusiasmo la inauguración de Casa del Mediterráneo. Es comprensible. A la crisis general que vive el país, la ciudad suma la suya propia, que no deja de agravarse semana tras semana. En un breve espacio de tiempo, Alicante ha perdido uno de sus pilares, la Caja de Ahorros del Mediterráneo, y ve tambalearse otra de sus instituciones, la Cámara de Comercio. La situación judicial de la alcaldesa, que mantiene paralizada la vida municipal, es otro punto de desánimo. A todo ello, añadamos los datos que se van conociendo sobre la conducta del anterior alcalde, Luis Díaz Alperi. El alicantino se sabe engañado por las personas en las que confió y —lo que es más grave— piensa que él mismo contribuyó a consumar el engaño.

A esta situación general, debemos añadir la particular de Casa del Mediterráneo. Este proyecto, anunciado por Rodríguez Zapatero, seis años atrás, en el acaloramiento de un mitin, nunca tuvo una línea definida. Sus intenciones siempre han resultado tan excelentes como vagas y generales. Favorecer el conocimiento mutuo entre España y los países del Mediterráneo es, sin duda, un propósito admirable; pero si no decimos cómo pensamos llevarlo a la práctica, no hemos resuelto nada. El triunfo electoral del Partido Popular y la crisis económica estuvieron a punto de acabar con el proyecto. La construcción de la sede —una ambiciosa y cara reforma de una antigua estación de ferrocarril— quedé paralizada ante la falta de dinero. La posibilidad de una obra inacabada en el centro de la ciudad era una amenaza real. Por suerte, García-Margallo demostró ser un hombre con sentido común. Su decisión de concluir la obra con un mínimo coste, a costa de su provisionalidad, puede no agradar a todo el mundo, pero era la única posible en el momento.

En su discurso, durante la inauguración, el ministro de Asuntos Exteriores destacó el potencial diplomático y económico de Casa del Mediterráneo. La apreciación es cierta. En los años recientes, el norte de África se ha convertido en un territorio preferente para nuestras exportaciones. ¿Será capaz Casa del Mediterráneo de crear el clima y los contactos que precisan estos negocios para mantenerse en el tiempo? Componer un tejido comercial es costoso: requiere un esfuerzo humano considerable y unos presupuestos adecuados, que engrasen la maquinaria. La modestia de los actos con que Casa del Mediterráneo ha comenzado su programación indica que el aspecto económico no está resuelto. Almudena Muñoz, la directora, ha dicho a los periodistas que está dispuesta a alquilar la sede para actos sociales y actividades privadas. Muñoz demuestra tener un excelente sentido práctico, muy conveniente en los actuales momentos; ahora, que estos ingresos aseguren el buen funcionamiento de la institución es otra cosa.

 

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