Chipre somos nosotros
Porque ninguna delimitación geográfica nos aparta de los mismos males, que pensamos lejanos y escuchamos latir en otro idioma
Chipre somos nosotros, porque podemos serlo. Como somos también Italia y Grecia, aunque de otra manera. Porque ninguna delimitación geográfica nos aparta de los mismos males, que pensamos lejanos y escuchamos latir en otro idioma, cuando están en nosotros, cuando forman, también, nuestra esencia más irrespirable. Miramos por ejemplo a Berlusconi como si en España la política estuviera en manos más serias.
En Córdoba, por ejemplo, el principal partido de la oposición está liderado —es un decir— por un individuo que parece salido de un sainete burlesco, tan delirante que, si algún dramaturgo se hubiera planteado el personaje, lo habría desechado por poco creíble; pero la realidad supera los límites de la verosimilitud y por eso a este hombre, que siempre ha destacado por encarnar la versión más grotesca de la representación pública, le han votado 25.000 personas. Alguien podría aducir que una sociedad que aprueba, con sus votos, semejantes sonrojos, es responsable de ellos y además los merece, pero también se puede argumentar que es el propio sistema quien los hace posibles. Uno se pregunta, entonces, qué queda más allá del lado más hilarante, pero indignante también, de las instituciones convertidas en torvos escenarios con su menudeo impúdico. Queda, seguramente, un descreimiento tan general y tan justificado de la función pública que cualquier mensajero populista —más populista aún que los dos ejemplos nombrados unas líneas arriba—, con un discurso extremado, desde el dolor social, hacia el odio y el rechazo a lo distinto, puede encontrar cobijo entre una ciudadanía, por lo demás, habituada a convivir y a entenderse con mucha más naturalidad que sus peores dirigentes. En Chipre, como en Italia, como en Grecia y como también podría ocurrir aquí, la tentación demagógica está a la vuelta de los partidos políticos, que en ningún momento han asumido su papel protagonista en el drama común, como si fuera algo que no se encuentra en ellos, sino en las encuestas.
El razonamiento es conocido, y además muy antiguo: frente al escándalo de los ERE en Andalucía, frente al caso de Luis Bárcenas, frente a todos esos frentes abiertos para el escarnio público, en el ejercicio de nuestra soberanía para el aprovechamiento espurio de unos pocos, sólo puede quedar la desconfianza en los partidos políticos, como sistemas de organización, y también en los políticos, como gestores individuales de esa soberanía. La respuesta a todo esto también es conocida y muy antigua: si se deslegitima la política se descompone el Estado, que queda en un mar muerto abierto a oportunistas, a expedicionarios más o menos turbulentos dispuestos a arrasar cualquier institución con tal de mantenerse en ella; y no para gobernarla, sino para aprovecharla.
En esta coyuntura, cabría esperar una respuesta inmediata, tajante y decidida de los partidos políticos, unidos en un empeño de regeneración que, más allá del asunto en sí —de necesidad indudable—, sirviera para recuperar la confianza de una población que asiste, entristecida, al serial reincidente de unos escándalos de corrupción que parecen infinitos, y que entre sus capítulos legales —pero profundamente injustos— y por supuesto también los ilegales, unas veces por acción y otras por omisión, en unas ocasiones por saqueo indiscriminado de nuestras arcas públicas y, en otras, por negligencia probada a la hora de evitarlo, trajeron esta crisis. Porque cada vez estoy más convencido, como muchos ciudadanos, de que la crisis económica tiene su origen en la gestión pública, y por eso con otros políticos al frente seguramente no habríamos llegado a este precipicio.
Sin embargo, los partidos siguen en ese mercadeo de las cifras, de los sondeos y las intenciones de voto, como si los ciudadanos lo fuéramos únicamente cada cuatro años, para ser seducidos y olvidados. Así, si Mariano Rajoy lanzara el mensaje de que los depósitos bancarios de los españoles no serán tocados —o sea, que no vamos a sufrir un corralito—, todos nos echaríamos a temblar. Eso han conseguido, esta desconfianza.
Los ciudadanos podemos salir a la calle, abuchear, protestar. Pero con políticos que viven tan distantes, la calle está más sola y más revuelta. Luego, eso sí, los antidisturbios saben ganarse el sueldo y quitar a la gente las ganas de gritar que les están robando. Esto ocurre en Grecia y en España. Esto ha pasado en Chipre. Y los partidos siguen con sus danzas tribales, alrededor de un fuego que les abriga a ellos, mientras a nosotros nos abrasa.
Joaquín Pérez Azaústre es escritor.
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